Prólogo

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—Coño e la madre, tiene que ser una broma— susurré para mí mismo, creyendo que era una sardina en una lata.

Viernes por la mañana, un calor terrible, un bululú de gente apachurrándome para poder salir del salón que se había convertido en un horno luego de que el aire se dañara, la profesora gritando que no podíamos salir, qué mejor forma que comenzar un día.

Me libré de la avalancha, me acerqué a mis panas que estaban haciendo un bochinche como cosa rara, mientras hablaban de cómo nos íbamos a copiar en el examen de química, me senté junto a ellos en la mesa y me uní a su conversación.

—Para mí, que Carlos se metió a brujo, porque saco cero tres, naguará marico, no se diga más— comentó José—. Está más claro que el agua, nos vamos a copiar de ti. Eres el elegido. ¡Chawaza!

Todos asentimos. Caso cerrado.

—No chico, quien les manda a no estudiar— se quejó Carlos—. Yo me cale la explicación y estudié solo porque si raspo, voy a reparación y si no pasé en el año, menos en un mes. Yo me quiero graduar de una con mi combo, muchacho, tu ere marico, no, no, no.

—Pero no te me alteres, carajito— dije, colocando mis manos en sus hombros—. Igualito nos vamos a copiar de ti, de qué te quejas.

—Berro, no, hace más calor que en las colas para bachaquear— refunfuñó Fernando—. Y eso que no estamos en Maracaibo, imagínate esa vaina por allá.

—Deberíamos reunirnos hoy, necesito calle— expuso Juan—. Pero sencillo, con una botella, a hablar paja.

Nos miramos y ya sabíamos que respuesta dar a eso.

—Que sean dos, una sola no alcanza, mano— protestó Carlos.

—No vale, siete y bórralo— apuntó Fernando.

—Recemos porque sea una tomadera decente— ironicé.

Menudos amigos me había conseguido.

Siete horas más tarde...

—Usted me dijo que iba a ser algo decente— gritaba la mamá de Juan, cayéndole a coñazo con una chola—. ¡No llores! Si lloras te voy a pegar con la silla de plástico.

—Mamá, quédate quieta, ¡ya, mamá! ¡coño de la madre, yaaaa!

— ¿Cómo que quédate quieta? — exclamó cada vez más molesta—. ¡Mal-cri-a-do!

—Pero si usted lo crió...— susurró José, el menos ebrio de todos.

Y como es mala leche, su susurro llegó a los oídos de la señora Patricia.

— ¿Cómo ha dicho?— preguntó, soltando a Juan y volteándose a ver a José.

Se puso tan pálido como la poceta de mi baño. Todos miramos decepcionados a José.

—Creo que me hice pipí— soltó Joseito.

— ¡Juan es adoptado! ¿Cómo es posible que piensen que yo lo crié?

La señora estaba tan indignada que creí que ahora nos iba a pegar con la chola a nosotros.

Volteó a ver a su hijo y lo señaló con la chancla.

—Mucho por hoy, ya, la chancleta necesita descansar, anda a seguir emborrachándote, que si lo haces o no, tu papá te va a caer a correazo parejo, carajito de la verga— dijo, como toda madre mandona y se fue a su cuarto.

Todos soltamos el aire de nuestros pulmones.

—Juancho, ¿por qué no nos dijiste que eras adoptado?— pregunté, chalequeándolo.

—Ni yo lo sabía. — Se encogió de hombros, se miró las marcas en sus brazos—. Esa señora no tiene compasión. Prepárame otro vaso de cuba libre.

—Esa es la actitud— dijo Fernando, orgulloso—. "Actitud de Maricón".

La tomadera decente se convirtió por arte de magia en una pea trifásica, parecía que las botellas eran eternas y nunca se acabarían, pero claro, borracho pasa tarjeta donde sea y por eso salimos a comprar más. Mayor pea la de esa noche.

El sol me pegaba en la cara, el dolor de cabeza era un poco intenso y tenía un pie oliendo a pecueca al lado de mi cuello.

—Chamo, asco, échate para allá— dije sentándome de golpe—. Verga, marico, ve si te echas talco en esa pata podría.

—Qué hablas— contestó José, el dueño del pie—. Huele a rosas. Yo sé que te encantan, si quieres te regalo un perfume con ese olor. Dolce Josefa.

—Le quedaría perfecto: er perfume aleja cucas— ridiculizó Carlos.

—Ajá, aquí hay café con leche— indicó la mamá de Juan entrando con una cafetera y una bandeja llena de tazas—, vayan a tumbar mango, no les voy a hacer desayuno, no me toquen ni me miren la cocina, no quiero borrachos en ese territorio, son unes bebés, por la virgen de Guadalupe, Juan, tu padre a tu edad lavaba baños y donaba comida, no andaba bebiendo con sus amigos.

—Más cobera y me mato— expresó el papá de Juan saliendo del baño en toalla—. Patricia, si exageras; vayan a tumbar mango, Juan anda a agarrar la bolsa de adobo que está encima de la broma de la nevera.

Todos veíamos desde el suelo la discusión de la pareja, nos levantamos sin dudarlo y salimos directo a la mata de mango.

Con una rama, Juan se montó en los hombros de Fernando y comenzaron a sacudir los palos. Hasta que un mango verde me cayó en la cabeza, tan fuerte que puede que me quedara con un chichón del tamaño del Ávila.

—Agárralo y trágatelo— me mandó Carlos—. Cuenta la leyenda del mangonero que si no te comes el mango que te cayó en la cabeza, tendrás siete días de mala leche.

Y el secreto que tantos años oculté al mundo, tenía que salir a la luz.

—No me gusta el mango. Lo odio.

Vi con repugnancia el mango verde que estaba en el suelo a unos centímetros de mis pies.

—Deja la broma— rio José—. Agárralo chamo, no seas jeva. Agarra esa mierda y zámpale un beso.

—No me lo voy a comer, marico.

Y justo en aquel instante un grito se escuchó proveniente de la casa de Juan.

—Mata a esa rata, guacala, ¡llama al 171! ¡Ayuda! ¡Por Jesús, María y José, esa vaina parece un gato!— se oía la voz del papá de Juan—. ¡Patricia, mata a esa rata, mujer! Demuestra tu lado macho, siempre dijiste que tenías tremendo pene.

— ¡No me grites, mira que te voy a meter un escobazo a ti! ¡Yo soy una dama, no tengo un lado macho!— Se oyó otro grito—. ¡Para qué cónchale tenemos un gato, nojoda! ¡JUAAAN! ¡La rata se está comiendo tu bolsa con condones, mira que estan carísimos!

Corrimos a toda velocidad hasta la casa de Juan, todo por los condones de nuestro amigo. Justo en el momento en que Juan piso la casa, la luz se fue.

—Esto es culpa de Francisco— Fernando me señaló—. Andas con la maldición mangonera encima, yo siento tú, busco ese mango, le echo adobo y me lo trago de una, compadre.

—Que no me lo voy a comer, saben horrible, zas— contesté harto.

Mi teléfono comenzó a vibrar, contesté y era mamá, histérica, diciendo que unos choros le robaron dos cauchos al carro.

Definitivamente, la maldición mangonera, había comenzado.

El Venezolano que Odiaba El Mango.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora