Epílogo

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Un mes más tarde.

Todo iba de maravilla. Una prima me había mandado dólares del extranjero, me había pagado mi gimnasio y ahora estaba dando resultados. La profesora de matemática me había ayudado a pasar la materia, ya no era propenso a ir a reparación. Tía Caro se fue a Estados Unidos y me mandó un teléfono nuevo. Mi madre superó que me hubiese ido a la playa sin avisarla. Ahora en la casa era a Gabriela a quien siempre regañaban.

Después de la tormenta viene la calma.

Además, había ganado un cupón de un año gratis de licorería.

Las ventajas de ser mayor de edad me llovían.

Las colas que me había tocado hacer, avanzaban más rápido de lo esperado.

Todo era color de rosas, excepto el gobierno, claro.

El bigote de Maduro cagaba la existencia de todo el mundo.

Era sábado, estábamos en casa de Juan, una reunión decente, varias botellas, invitamos a unas chamas y otros amigos. Todos bailábamos bien relajados, hasta que pusieron salsa y como un desgraciado me tuve que sentar porque mi madre nunca se dignó a enseñarme.

— ¿Un trago?— me ofreció José.

—Si va.

A los pocos minutos, los tragos iban aumentando, el anís ya ni se le sentía el sabor.

Fernando estaba bailando abrazado a su cocuy de penca.

Yo bailaba dembow con una chama que movía el trasero demasiado activo.

José hacia un intento de fumar.

La mamá de Juan le pegó un chancletazo porque nadie fumaba en su casa.

Carlos mezclaba las canciones como todo un dj profesional, hasta que quemó una corneta.

— ¡No le den más ron!

— ¡Carlos tu no sirves!

— ¡Me jodiste la corneta, nojoda!

— ¿QUIÉN ME JODIÓ LA CORNETA?

— ¡FUE CARLOS!

La mamá de Juan tenía oídos y ojos por todas partes.

Al rato todo volvió a la normalidad, es que se había desenchufado sin querer.

Estaba prendido por el alcohol, había logrado sudar lo suficiente como para no morir. Habia dejado de bailar con una chama, salí al porche, me encontré con Ivana y las muchachas.

—Ivanna, ¿podemos hablar?

Las muchachas, como mujeres disimuladas que son, dijeron:

—Ay, esa es mi canción.

—Quiero un trago.

—Voy a buscar a mi novio.

—Como que me dio diarrea, voy al baño.

Hasta que al final solo quedamos ella y yo.

— ¿Qué quieres?

—Estoy borracho.

—No es noticia nueva.

Comenzamos a caminar, hasta sentarnos en medio de la plaza de la residencia.

Como buen borracho metí mi labia trifásica, la enamoré y esta vez fui yo quien le hizo el tremendo amarre, porque terminó llorando frente a mí, se disculpó, me dijo que era lo mejor que le había pasado en la vida.

Estábamos a punto de besarnos, cuando una brisa tremenda pegó. La mata sobre nosotros se sacudió.

Me separé de golpe de Ivana, subí la cara para ver la mata.

Un mango me pegó en toda la frente.

Fue en cámara lenta, como vi el mango rodar. Me levanté y fui detrás de él.

—Esta vez me lo voy a comer, la maldición mangonera no me va a joder.

Estaba a punto de llegar hasta el mango.

Un carro que iba entrando a la residencia lo aplastó.

Quedé petrificado.

— ¿Qué te dio, Francisco?

Miré el mango aplastado.

Ivana suspiró.

— ¿Lo ves? Contigo nada sirve, chico. ¿Sabes qué? Muérete.

No podía ser.

La maldición mangonera había vuelto.

El Venezolano que Odiaba El Mango.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora