Día 4

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—Verga, Francisco, dime que es verdad, ¿Ivana te dejó?

Gabriela entró directo al cuarto y se tiró al lado mío en la cama, yo estaba poniéndome los zapatos para ir a clase.

— ¿Quién te dijo?

Me miró, como si fuese obvio.

—Todo el colegio lo sabe.

Esta ciudad es un pueblo.

—Sí, me dejó.

—Ay— me masajeó la espalda—. Metete a marico, en ese lado te irá mucho mejor.

— ¿Tu eres mongólica?

—Tranquilo, yo se lo explicaré a mamá.

—Anda vete, mija— le di un almohadazo.

— ¡Por eso es que te dejan!

Cerró de un portazo.

Salí y me senté a desayunar con todos, en eso mi tía Caro salió con su licra malandra y me miró con el ceño fruncido.

— ¿Bendición?

— ¿Tu para dónde vas?

—Al colegio.

—No señor, usted se viene a sacar efectivo conmigo.

Esta tía me quería explotar.

—Mamá— miré a la doña de la casa.

—Vaya con su tía, con que pierdas un día de clases no te vas a morir— me advirtió, sirviéndome otra arepa.

—Ajá, te llevas todas las tarjetas, no quiero show— me dijo mi madre.

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— ¡Eh, eh, eh! ¡Qué no se colee!— gritó un tipo cuando me metí en la cola otra vez para darle el refresco a mi tía—. ¡Cáiganle a palooo!

— ¡Qué te pasa a ti muchacho marico!— se alzó la tía—. ¡Este esa sobrino mío, vale, qué te pasa!

— ¡Se está coleando!

— ¡Abre esa jeta otra vez y vas a ver cómo te zampo una cachetada que te mande al infierno con Chávez!— le advirtió, señalándolo con las llaves.

No volvió a reclamar. Nos sentamos en el par de bancos de plástico que habíamos traído de la casa, la cola era eterna, llevábamos tres horas y habíamos avanzado solo dos metros.

—Tienes que aprendes, Francisco Antonio, la vida es dura, mijito— se echó aire con el abanico—. A ver que la calor por acá en este pueblo está que arde.

—No tía, no se quiere imaginar cómo estará por Anaco entonces— le dije.

—Ah no, Anaco tu llegas y estás hecho ceniza mijo.

De pronto al principio de la cola se hizo un bululú de gente, el gerente del banco había salido.

— ¡Solo entregaremos 200 números!

Nosotros éramos como los setecientos.

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Estaba acostado en mi cama con los pies para arriba, me dolían horrible de lo mucho que caminé, de paso parecía un camarón del sol que había llevado.

—Epa, marico, ¿cómo está la vaina?— Juan abrió la puerta de un coñazo—. Tu mamá me dejó entrar a lo boleta, ¿no hay peo, verdad? porque ya estoy aquí.

El Venezolano que Odiaba El Mango.Where stories live. Discover now