LUGAR DE ENMEDIO

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Éramos tantos hermanos que no podía invitar a Jim a mi casa. Mi madre
siempre arreglando lo que dejábamos tirado, cocinando, lavando ropa; ansiosa de
comprar lavadora, aspiradora, licuadora, olla express, refrigerador eléctrico. (El nuestro
era de los últimos que funcionaban con un bloque de hielo cambiado todas las
mañanas.) En esa época mi madre no veía sino el estrecho horizonte que le mostraron
en su casa. Detestaba a quienes no eran de Jalisco. Juzgaba extranjeros al resto de los
mexicanos y aborrecía en especial a los capitalinos. Odiaba la colonia Roma porque
empezaban a desertarla las buenas familias y en aquellos años la habitaban árabes y
judíos y gente del sur: campechanos, chiapanecos, tabasqueños, yucatecos. Regañaba
a Héctor que ya tenía veinte años y en vez de asistir a la Universidad Nacional en
donde estaba inscrito, pasaba las semanas en el Swing Club y en billares, cantinas,
burdeles. Su pasión era hablar de mujeres, política, automóviles. Tanto quejarse de los
militares, decía, y ya ven cómo anda el país cuando imponen en la presidencia a un
civil. Con mi general Henríquez Guzmán, México estaría tan bien como Argentina con el general Perón. Ya verán, ya verán cómo se van a poner aquí las cosas en 1952. Me
canso que, con el PRI o contra el PRI, Henríquez Guzmán va a ser presidente.
Mi padre no salía de su fábrica de jabones que se ahogaba ante la competencia
y la publicidad de las marcas norteamericanas. Anunciaban por radio los nuevos
detergentes: Ace, Fab, Vel, y sentenciaban: El jabón pasó a la historia. Aquella espuma
que para todos (aún ignorantes de sus daños) significaba limpieza, comodidad,
bienestar y, para las mujeres, liberación de horas sin término ante el lavadero, para
nosotros representaba la cresta de la ola que se llevaba nuestros privilegios.
Monseñor Martínez, arzobispo de México, decretó un día de oración y penitencia
contra el avance del comunismo. No olvido aquella mañana: en el recreo le mostraba a
Jim uno de mis Pequeños Grandes Libros, novelas ilustradas que en el extremo
superior de la página tenían cinito (las figuras parecían moverse si uno dejaba correr
las hojas con el dedo pulgar), cuando Rosales, que nunca antes se había metido
conmigo, gritó: Hey, miren: esos dos son putos. Vamos a darles pamba a los putos. Me
le fui encima a golpes. Pásame a tu madre, pinche buey, y verás qué tan puto, indio
pendejo. El profesor nos separó. Yo con un labio roto, él con sangre de la nariz que le
manchaba la camisa.
Gracias a la pelea mi padre me enseñó a no despreciar. Me preguntó con quién
me había enfrentado. Llamé "indio" a Rosales. Mi padre dijo que en México todos
éramos indios, aun sin saberlo ni quererlo. Si los indios no fueran al mismo tiempo los
pobres nadie usaría esa palabra a modo de insulto. Me referí a Rosales como "pelado".
Mi padre señaló que nadie tiene la culpa de estar en la miseria, y antes de juzgar mal a
alguien debía pensar si tuvo las mismas oportunidades que yo.
Millonario frente a Rosales, frente a Harry Atherton yo era un mendigo. El año
anterior, cuando aún estudiábamos en el Colegio México, Harry Atherton me invitó una
sola vez a su casa en Las Lomas: billar subterráneo, piscina, biblioteca con miles de
tomos encuadernados en piel, despensa, cava, gimnasio, vapor, cancha de tenis, seis
baños. (¿Por qué tendrán tantos baños las casas ricas mexicanas?) Su cuarto daba a
un jardín en declive con árboles antiguos y una cascada artificial. A Harry no lo habían
puesto en el Americano sino en el México para que conociera un medio de lengua
española y desde temprano se familiarizara con quienes iban a ser sus ayudantes, sus
prestanombres, sus eternos aprendices, sus criados.
Cenamos. Sus padres no me dirigieron la palabra y hablaron todo el tiempo en
inglés. Honey, how do you like the little Spic? He's a midget, isn't he? Oh Jack, please.
Maybe the poor kid is catching on. Don't worry, dear, he wouldn't understand a thing.
Al día siguiente Harry me dijo: Voy a darte un consejo: aprende a usar los cubiertos.
Anoche comiste filete con el tenedor del pescado. Y no hagas ruido al tomar la sopa,
no hables con la boca llena, mastica despacio trozos pequeños.
Lo contrario me pasó con Rosales cuando acababa de entrar en esta escuela, ya
que ante la crisis de su fábrica mi padre no pudo seguir pagando las colegiaturas del
México. Fui a copiar unos apuntes de civismo a casa de Rosales. Era un excelente
alumno, el de mejor letra y ortografía, y todos lo utilizábamos para estos favores. Vivía
en una vecindad apuntalada con vigas. Los caños inservibles anegaban el patio. En el
agua verdosa flotaba mierda.
A los veintisiete años su madre parecía de cincuenta. Me recibió muy amable y,
aunque no estaba invitado, me hizo compartir la cena. Quesadillas de sesos. Me dieron
asco. Chorreaban una grasa extrañísima semejante al aceite para coches. Rosales
dormía sobre un petate en la sala. El nuevo hombre de su madre lo había expulsado
del único cuarto.

las batallas en el desierto/ José Emilio Pacheco Donde viven las historias. Descúbrelo ahora