POR HONDO QUE SEA EL MAR PROFUNDO

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El pleito convenció a Jim de que yo era su amigo. Un viernes hizo lo que nunca
había hecho: me invitó a merendar en su casa. Qué pena no poder llevarlo a la mía.
Subimos al tercer piso y abrió la puerta. Traigo llave porque a mi mamá no le gusta
tener sirvienta. El departamento olía a perfume, estaba ordenado y muy limpio.
Muebles flamantes de Sears Roebuck. Una foto de la señora por Semo, otra de Jim
cuando cumplió un año (al fondo el Golden Gate), varias del Señor con el presidente en
ceremonias, en inauguraciones, en el Tren Olivo, en el avión El Mexicano, en fotos de
conjunto. "El Cachorro de la Revolución" y su equipo: los primeros universitarios que
gobernaban el país. Técnicos, no políticos. Personalidades morales intachables, insistía
la propaganda.
Nunca pensé que la madre de Jim fuera tan joven, tan elegante y sobre todo
tan hermosa. No supe qué decirle. No puedo describir lo que sentí cuando ella me dio
la mano. Me hubiera gustado quedarme allí mirándola. Pasen por favor al cuarto de
Jim. Voy a terminar de prepararles la merienda. Jim me enseñó su colección de plumas
atómicas (los bolígrafos apestaban, derramaban tinta viscosa; eran la novedad
absoluta aquel año en que por última vez usábamos tintero, manguillo, secante), los
juguetes que el Señor le compró en Estados Unidos: cañón que disparaba cohetes de
salva, cazabombardero de propulsión a chorro, soldados con lanzallamas, tanques de
cuerda, ametralladoras de plástico (apenas comenzaban los plásticos), tren eléctrico
Lionel, radio portátil. No llevo nada de esto a la escuela porque nadie tiene juguetes así
en México. No, claro, los niños de la Segunda Guerra Mundial no tuvimos juguetes.
Todo fue producción militar. Hasta la Parker y la Esterbrook, leí en Selecciones,
fabricaron en vez de plumas materiales de guerra. Pero no me importaban los
juguetes. Oye ¿cómo dijiste que se llama tu mamá? Mariana. Le digo así, no le digo
mamá. ¿Y tú? No, pues no, a la mía le hablo de usted; ella también les habla de usted
a mis abuelitos. No te burles Jim, no te rías.
Pasen a merendar, dijo Mariana. Y nos sentamos. Yo frente a ella, mirándola. No
sabía qué hacer: no probar bocado o devorarlo todo para halagarla. Si como, pensará
que estoy hambriento; si no como, creerá que no me gusta lo que hizo. Mastica
despacio, no hables con la boca llena. ¿De qué podemos conversar? Por fortuna
Mariana rompe el silencio. ¿Qué te parecen? Les dicen Flying Saucers: platos
voladores, sándwiches asados en este aparato. Me encantan, señora, nunca había
comido nada tan delicioso. Pan Bimbo, jamón, queso Kraft, tocino, mantequilla,
ketchup, mayonesa, mostaza. Eran todo lo contrario del pozole, la birria, las tostadas
de pata, el chicharrón en salsa verde que hacía mi madre. ¿Quieres más platos voladores? Con mucho gusto te los preparo. No, mil gracias, señora. Están riquísimos
pero de verdad no se moleste.
Ella no tocó nada. Habló, me habló todo el tiempo. Jim callado, comiendo uno
tras otro platos voladores. Mariana me preguntó: ¿A qué se dedica tu papá? Qué pena
contestarle: es dueño de una fábrica, hace jabones de tocador y de lavadero. Lo están
arruinando los detergentes. ¿Ah sí? Nunca lo había pensado. Pausas, silencios.
¿Cuántos hermanos tienes? Tres hermanas y un hermano. ¿Son de aquí de la capital?
Sólo la más chica y yo, los demás nacieron en Guadalajara. Teníamos una casa muy
grande en la calle de San Francisco. Ya la tumbaron. ¿Te gusta la escuela? La escuela
no está mal aunque -¿verdad Jim?- nuestros compañeros son muy latosos.
Bueno, señora, con su permiso, ya me voy. (¿Cómo aclararle: me matan si
regreso después de las ocho?) Un millón de gracias, señora. Todo estuvo muy rico. Voy
a decirle a mi mamá que compre el asador y me haga platos voladores. No hay en
México, intervino por primera vez Jim. Si quieres te lo traigo ahora que vaya a los
Estados Unidos.
Aquí tienes tu casa. Vuelve pronto. Muchas gracias de nuevo, señora. Gracias
Jim. Nos vemos el lunes. Cómo me hubiera gustado permanecer allí para siempre o
cuando menos llevarme la foto de Mariana que estaba en la sala. Caminé por Tabasco,
di vuelta en Córdoba para llegar a mi casa en Zacatecas. Los faroles plateados daban
muy poca luz. Ciudad en penumbra, misteriosa colonia Roma de entonces. Átomo del
inmenso mundo, dispuesto muchos años antes de mi nacimiento como una
escenografía para mi representación. Una sinfonola tocaba el bolero. Hasta ese
momento la música había sido nada más el Himno Nacional, los cánticos de mayo en la
iglesia, Cri Cri, sus canciones infantiles -Los caballitos, Marcha de las letras, Negrito
sandía, El ratón vaquero, Juan Pestañas- y la melodía circular, envolvente, húmeda de
Ravel con que la XEQ iniciaba sus transmisiones a las seis y media, cuando mi padre
encendía el radio para despertarme con el estruendo de La Legión de los
Madrugadores. Al escuchar el otro bolero que nada tenía que ver con el de Ravel, me
llamó la atención la letra. Por alto esté el cielo en el mundo, por hondo que sea el mar
profundo.
Miré la avenida Álvaro Obregón y me dije: Voy a guardar intacto el recuerdo de
este instante porque todo lo que existe ahora mismo nunca volverá a ser igual. Un día
lo veré como la más remota prehistoria. Voy a conservarlo entero porque hoy me
enamoré de Mariana. ¿Qué va a pasar? No pasará nada. Es imposible que algo suceda.
¿Qué haré? ¿Cambiarme de escuela para no ver a Jim y por tanto no ver a Mariana?
¿Buscar a una niña de mi edad? Pero a mi edad nadie puede buscar a ninguna niña. Lo
único que puede es enamorarse en secreto, en silencio, como yo de Mariana.
Enamorarse sabiendo que todo está perdido y no hay ninguna esperanza.

las batallas en el desierto/ José Emilio Pacheco Donde viven las historias. Descúbrelo ahora