s u m m e r

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Han pasado tres meses y Derek no ha vuelto a ver a ese chico de curiosos lunares.

No es como que él haya ido más veces de lo acostumbrado al trabajo de Laura esperando verlo allí —soportando las insistentes preguntas y miradas suspicaces de su hermana— o en la parada del autobús.

No, eso no pasó.

Y tampoco es como si cada vez que no lo veía, la desilusión inundaba su pecho y lo hacía suspirar largamente.

Le parece realmente frustrante la manera en que aquel joven desconocido que manchó su playera favorita —a la cual no le desapareció del todo la evidencia— y le sugirió quitársela en público se haya instalado tan rápida y profundamente en su memoria.

No hay un solo día que no recuerde aquel incidente con una sonrisa en su rostro, es absurdo.

Cada vez, el rememorar la forma tan asustada en que el chico veía la mancha, y la graciosa manera en que movía sus manos alrededor de ella —como si quisiera hacer magia y desaparecerla— le pone de buen humor.

No al grado de ver unicornios y arco iris en todos lados, pero al menos disminuye considerablemente las veces que frunce el ceño por día.

O por minuto.

Pero, conforme pasan los días y no recibe alguna señal de vida de Stiles —aún le parece raro referirse a él por su nombre sin conocerlo realmente—, la esperanza de Derek decrece.

Así que un día en la tarde, mientras lava los trastos y piensa en que ya es tiempo de cambiar de marca de jabón líquido, Derek decide que es mejor comenzar a sacarse de la cabeza a ese extraño, porque jamás volverá a verlo.

Esa mañana, Derek despertó con el sonido estridente del repiqueteo de su teléfono que anunciaba una tempranera llamada. Esperaba fuera urgente, porque la persona que lo obligó a levantarse de su —extremadamente cómoda— cama a las 8 de la mañana un sábado merecía la pena capital.

Al final, resultó que la llamada era de su amiga Erica, de la cual no entendió bien lo que le decía porque había mucho ruido de fondo y algunos gritos desesperados de «¡Está viva!» que podía asegurar que soltaba Isaac —mientras corría de un lado a otro, de eso también estaba completamente seguro—, seguidos de comentarios como «Si no apareces, ¡pronto comenzará a volar!» que salían de la garganta de Boyd; y antes de colgar la llamada, Erica le gritó algo parecido a «Mueve tu culo peludo y sal de tu casa ¡ya!».

Derek se quedó con el teléfono pegado a la oreja durante casi un minuto entero, frunciendo el ceño en confusión y con la mirada perdida. Era demasiado temprano como para lograr descifrar aquella llamada tan rara.

Decidió ir rápidamente a darse una corta ducha para apresurarse a salir, concluyendo que sus amigos eran atacados por un ejército descontrolado —y sumamente peligroso— de robots caseros. O tal vez la lavadora no les servía. Cualquier cosa era probable.

Por eso, a las 8:35 de la mañana de un sábado, Derek se encuentra esperando —en una parada casi desierta— un autobús que lo llevará a la casa de los chicos, tomando en un termo su licuado de chocolate que alcanzó a hacer antes de salir de casa.

Está medio dormido y —muy— malhumorado, así que es comprensible que no se mueva un ápice cuando un autobús para frente a él, se queda 5 minutos, y luego se va sin que alguien lo aborde. Sus amigos lo despertaron terriblemente feo, los dejará sufrir un poco más.

Disfruta de las últimas gotas de su licuado cuando una voz a su lado lo saca de su paraíso personal.

—¡Mira, Stiles! Es Mr. Músculos.

Bus stop Donde viven las historias. Descúbrelo ahora