Tribus

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Robert Gallagher estaba lleno de morbo.

Robert finalmente logró escabullirse hasta el hogar de su amante de cabello rojizo, con una gran sonrisa iluminando su rostro de rasgos inocentes.

El joven estaba de incógnito cuando nadie se encontraba en su casa; y menos en la de su amante. Era una especie de relación mal vista por la sociedad, pero incluso Robert todavía no tenía claro qué eran. Justo por ello, le llamaba amante. A veces, pensaba que su madre estaba en lo correcto cuando decía que en una relación solo de hombres únicamente se podía fornicar.

Entró por la ventana de su aposento, cómo ambos tenían pautado, con los ojos entrecerrados y una sonrisa en el rostro. Sacó de entre sus ropajes el pequeño animalito que en ellos traía; un cachorrito abandonado que encontró tirado en la calle, tan menudo que podía esconderse en sus cálidas prendas de vestir. Cuando abrió bien sus ojos, contempló con terror una escena digna de formar parte de una de las historias dantescas de su abuelo.

Este terror se extendió desde sus ojos hasta la boca de su estómago y casi dejó caer al pobre cachorro debido a la impresión. La sangre hacía del lugar un lienzo salpicado y su amante era el centro de aquella supuesta obra de arte.

Su cabello rojo cubría su rostro y la sangre que manaba de su abdomen teñía el suelo como si fuera rojiza acuarela, vio sus ojos que no miraban a ningún punto fijo, Robert siquiera se sintió capaz de soltar una lágrima, nada. ¿Quién había cometido tal... tal barbaridad?

Dejó al cachorrito en el piso, por un momento, no le importó que comenzara a curiosear por la habitación. Se arrodilló frente a él, sin importarle que sus ropajes se manchasen de sangre y acaricio su pálido rostro, con sus mejillas salpicadas de millones de pecas.

—¿Quién fue capaz de hacerte esto, mi amor? —murmuró, con el rostro contorsionado en pena—. ¿Quién lo hizo? Dulzura...

Él tal vez esperaba que se sentara y le dijera que todo estaba bien, tenía la esperanza de que fuera una mera broma profesional y organizada de forma cruel. Pero él no se levantó como él deseaba.

Robert Gallagher se dedicó a acariciar el cabello suave de su (ahora muerto) amante. Tanteó su rostro y tocó sus labios, se acercó a su ser salpicado en gotas carmesí... y le dejó un suave beso en los labios, sintiendo el sabor metálico de su sangre en su propia boca. Con cierto asco de sí mismo; se dio cuenta de que el sabor de aquel líquido de su amante era tan exquisito como él.

La sensación de repulsión que comenzó a sentir no fue mayor que su curiosidad; ya que continuó con sus labios unidos a los de su pelirrojo, saboreando el líquido rojo y espeso. Cuando finalmente se separó de él, se lamió el labio inferior y escuchó el ladrido del cachorrito, que estaba jugando con una de las telas de las prendas que se encontraban desparramadas en el piso. Con las sensaciones que imaginó tan sólo un par de noches antes, se dejó guiar por su fantasía repleta de morbo;  una que lo guió a un sendero desconocido para él, mientras saboreaba la sangre y piel del cuello del cadáver de su amante.

¿Por qué no vomitaba? ¿Por qué sabía tan... encantador? Era suave, un sabor que sin dudas le dejaba una bella sensación en la garganta. ¡Se vio capaz de arrancar un cacho de piel del cuello de su pelirrojo! Lo masticó; lo hizo con toda la dificultad del mundo, pero cuando la carne y sangre arribaron a su garganta, un espasmo recorrió su columna. La piel dulce, la sangre salada...

Su piel era tan suave y tierna que le causaba escalofríos; se esperaba un sabor amargo, un sabor crudo. Pero le causaba un deleite inmoral e insano, un deleite tan pecaminoso como la relación que establecía con él.

Y Robert Gallagher disfrutó un buen rato de las exquisiteces que poseía el cadáver; mordisqueando su cuerpo con tanta fuerza y sintiendo como la tierna carne humana se deslizaba en su boca, y el sabor estallaba en sus papilas gustativas. Iba retirando sus ropajes a medida que avanzaba desde su cuello hasta su abdomen; y de su abdomen a sus tonificadas piernas.

De vez en cuando, Robert volvía a los labios del muerto, y en una ocasión los mordió con tanta fuerza que arrancó el labio inferior con total salvajismo. Consumió este en un dos por tres, era tan adictivo y extraño al mismo tiempo.

Los claros ojos del difunto le daban la sensación de que estaban siguiendo todos sus movimientos, dándole un mínimo de remordimiento. Miraba constantemente a la puerta, pero en el hogar no había nadie. Sino, él no hubiera estado experimentando en primer lugar, el cachorro mordisqueó un resto de carne que Robert había escupido y que había aterrizado el suelo, pero lo soltó, como si estuviera totalmente asqueado.

Cuando Robert finalmente se sintió satisfecho, puesto su exquisito banquete lo había dejado lleno, recogió al cachorrito en una mano y notó su ropa llena de sangre. Sin pena alguna, se colocó una vestimenta limpia perteneciente al cadáver, que había consumido de manera parcial. Miró el cuerpo sin retazos de carne y piel, sintió un momento cómo su estómago se revolvía ante la vista.

Salió lo más rápido que pudo por donde había entrado, corrió entre las inclinadas casas a punto de caer y entre callejones, con el cachorro en brazos, como si fuera un bebé.

En el rumbo a su casa, no podía evitar mirar a todas las personas que pasaban por ahí. ¿Tendrían el mismo sabor que él? ¿Sería igual de exquisito consumirlas cuando ya hubiesen ascendido a los cielos... o cuando aterrizasen en el Erebo? O incluso, hacerlo durante sus últimos momentos de vida.

El tan sólo pensarlo le causó un estremecimiento lleno de excitación y cuando llegó a su hogar, logrando escabullirse por la pequeña entrada que daba a su habitación de forma directa, se sentó en su cama. Depositó al cachorro a un lado, y no fue realmente consciente de lo que había hecho, y tal vez no lo iba a ser nunca.

La pregunta se había transformado, esa duda cambió... Ya no era ¿quién mató a mi amante? La interrogante comenzó a plantearse de una forma totalmente diferente.

¿Por qué no lo habían asesinado antes?



El clanWhere stories live. Discover now