VIII CAPITULO

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LA MÚSICA DE LAS ESFERAS 

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Cuentan los cronistas que en la tercera luna del mes de Rhegeb del año 1258, ejércitos mongoles que llevaban meses cabalgando bajo el mando de Hulagu Khan, nieto de Genghis Khan, atacaron a la ciudad de Bagdad. Guerreros embozados y camuflados en una densa nube de polvo agitaban sus espadas en el aire y se preparaban para la masacre. El sheick lezid fue derrotado junto al puente de Solimán y su sangre se  esparció por las calles principales de la ciudad. El califa Al Motacen se entregó en  calidad de  prisionero, pero este acto, indigno en un hombre de guerra, no impidió que unas horas más tarde lo decapitaran los ejércitos mongoles. Bagdad, que durante siglos fue considerada la ciudad más educada, la más culta, cuna de poetas, artistas, matemáticos y astrólogos, fue saqueada, quemada, sus mujeres violadas y sus soldados pasados a cuchillo.

Sin embargo, al fondo, agazapado en un rincón de la Biblioteca de Bagdad, un hombre contempló la invasión tártara y meditó sobre ella. Ese hombre era el matemático y geómetra Mehemet Al Abrim, constructor y diseñador de una inmensa sala principal de la Biblioteca de Bagdad. Por uno de los resquicios de esta sala, Al Abrim vio cómo los hombres de Hulagu Khan arrojaban al Tigris manuscritos invaluables y libros de antigua sabiduría, que, colocados unos sobre otros y apretujados por el barro, conformaron un puente sobre el cual pasaron los conquistadores a caballo. Pero, curiosamente, la sala pentagonal no sufrió daño alguno y la vida de Al Abrim fue respetada. Acaso los invasores presintieron en la forma de esta galería un símbolo extraño, y decidieron dejarla incólume mientras reducían a cenizas el resto de la ciudad.

Muchos siglos después, el navegante italiano Emilio Salgari arriba un doce de agosto al puerto de Argel, y casi de inmediato queda sorprendido por la magnificencia del castillo de Tassim,  cuyas murallas se levantan a las orilla del mediterráneo. Pero lo que más sorprende  a Salgari es la torre pentagonal que se encuentra ubicada en el costado norte del castillo, y que, según la leyenda, se construyó sobre los cadáveres de cinco mártires cristianos  (cada lado de la torre sobre un cadáver). Meses más tarde, Salgari comienza una de sus más famosas novelas en los subterráneos  de esta torre pentagonal. Me refiero a El filtro de las califas, donde en la primera pagina vemos al barón de Santelmo y a su criado <Cabeza de Hierro> prisioneros en una oscura y húmeda sentina, luego de haber sido embriagados con hashish ingenuamente. A lo largo de la obra el lector va intuyendo que la torre se convierte en un símbolo de la soledad de la princesa Amina Bend-Abend, quien lucha inútilmente por salir de las profundidades de si misma. De alguna manera Salgari se sintió atraído por la figura de la torre, y pensó comunicarle al lector esa fuerza irracional en la primea imagen  de su novela. La figura geométrica que inaugura El filtro  de los califas es un espacio mágico que despide un poder especial.

También a mediados del siglo XIX, pero en un lugar muy distante al de Salgari, el norteamericano Edgar Allan Poe le rinde homenaje a la simbología del pentágono en uno de sus textos más famosos: <Ligeia>, relato en el cual una escondida red de analogías y referencias matemáticas y geométricas hacen de la lectura un acto de continuas revelaciones. El texto es, en realidad, la historia de un extraño ritual que se lleva a cabo gracias al poder mágico de un espacio geométrico que ha sido diseñado con antelación. El cuento es una historia de amor que triunfa porque se lleva a cabo en el espacio correcto, en la atmósfera correcta, en medio de unas coordenadas precisas.

Esa forma pentagonal como fuerza geométrica secreta estaba ya en los tratados del Renacimiento. Luca Pacioli, maestro de Leonardo Da Vinci, explica la perfecta conformación del dodecaedro a partir de sus doce pentágonos. Esos pentágonos se dividen a su vez en treinta triángulos, y por eso los astrólogos otorgaban sus oráculos observando en detalle esa figura que hace parte  de los sólidos platónicos (cada una de las doce caras era uno de los signos zodiacales). Pero incluso antes de platón, los sacerdotes del templo de Amón son los primeros en preguntarse  si el universo es lo que realmente vemos, lo que palpamos. Y describen que es imposible construir un sexto sólido regular, que la realidad parece algo estrecha, limitada. E idean entonces la noción de <más allá> como una posibilidad matemática. 

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