La desconocida

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Teniendo que tener a Henry a la vista cada dos segundos, hacer la compra se ha vuelto una pesadilla. No es que alguna vez me haya gustado, pero al menos antes era divertido decirle que no a todas las porquerías varias que quería meter en el carrito. Ahora es mucho si lo convenzo a bajar del coche y venir conmigo.

El trámite es siempre el mismo: baja, se coloca a tres metros de mí y se va a buscar las toallitas húmedas (al menos tres paquetes), y el gel desinfectante para meter en el carro. Una vez que ha hecho eso, se pone aparte inmerso en lo suyo sin una meta, y el 90% de las veces me olvido de lo que tengo que comprar. Seguirlo es cansado, pero sus psicólogos me han aconsejado que no lo fuerce a estarse quieto en un sitio si no quiere. Y él nunca quiere.

Han pasado dieciocho meses desde la última vez que escuché su voz. Dieciocho.

Sus últimas palabras fueron: «Te odio, ya no quiero hablarte más»

Y solo digo que ha mantenido su palabra.

Este mediodía parece tranquilo, sigue mi paso, detrás de mí y yo me concentro en los estantes del supermercado, echando cada cierto tiempo una mirada hacia él.

«Henry, ¿qué te parece si cogemos estos nuevos bollos?» me ignora, pero no por eso debo dejar de hablarle

Como era previsible, ya no estaba. Me dirijo velozmente a la caja para pagar, rogando a la cajera que llamara a Henry por el altavoz esperando verlo aparecer por cualquier parte como de costumbre.

Uno.

Dos.

Tres intentos.

Al tercero, mis nervios, ya a flor de piel, me impiden pensar con claridad. Retroceso y recorro todos los pasillos como si estuviera en una piscina compitiendo en los doscientos metros libre. Henry, sin embargo, no está. Comienzo a preguntar a los otros clientes enseñándoles una foto, pero nadie parece haberlo visto.

La vigilante del supermercado sigue preguntándome si es posible que se hubiera fugado por su propia voluntad y en ese momento exploto

«Claro que se ha escapado por su propia voluntad, es la centésima vez que pasa, eso no significa que no deba preocuparme, ¿o me equivoco?»

Me doy la vuelta metiendo mis manos entre los cabellos, ¿por qué me odia tanto? ¿Por qué quiere llamar así mi atención? ¿Por qué no me habla?

No es la primera vez que me hago estas preguntas, lo hago todos los días desde hace un año y medio, pero no encontrar respuestas no hace que me rinda, es más, me ha vuelto aún más combativa y enfadada con él, pero sobre todo conmigo misma.

Rápidamente, me disculpo con las personas que de algún modo han intentado ayudarme y, aferradas las bolsas en las manos, recorro con la mente todos los sitios en los que Henry normalmente se refugia cuando decide volverme loca.

Primera parada: cementerio. La tumba del padre es definitivamente el lugar más frecuentado. Lo había encontrado echado sobre la tierra, frente a la lápida, al menos siete veces, dos de ellas con la policía, después de casi doce horas de búsqueda. Solo pensarlo me pone la piel de gallina. Me había aterrorizado. El padre había muerto exactamente dieciocho meses antes, poco después de que hubiéramos tenido una brutal pelea. Durante la pelea (seguida de mi «lárgate y no aparezcas más») ni siquiera había tenido el coraje de negar que, durante varios años, se había llevado a la cama a una tal Marian, que, palabras textuales de él «es ella la mujer de mi vida»

Pues buena suerte.

Siento que no llegara a tiempo a su amada. Y en todo esto obviamente yo he quedado como la mala, he cargado con toda la culpa, ya que Henry no sabe ni debe nunca saber qué tipo de hombre, cabrón y cobarde, era su padre. Prefiero que me odie a mí, antes que a un nombre muerto a quien adoraba.

El castigo del silencioTahanan ng mga kuwento. Tumuklas ngayon