Capítulo 4: El Cambio.

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      Mamá y papá me tiran a un abrazo una vez que salgo por las pesadas puertas, quitándome el aliento. Ese es el tipo de abrazo que soñabas en tu niñez, uno lleno de amor y de apoyo, sólo papá, mamá e hija. Pero ahora todo es diferente, porque soy más alta que ellos y no tengo cinco años, tengo diecinueve, y es un abrazo más de preocupación de que apoyo. Y probablemente mamá se encuentre más cerca de llorar que de reír.

Me dejan ir, pero sin antes darme la mirada para saber si no voy a derrumbarme en el piso.

—¿Cómo te fue? —pregunta mamá—. ¿Te trataron bien?

—Bien, sí, muy bien. —eso es en lo que se rebajaban mis respuestas en los últimos días, en no decir palabras de más. Y cómo últimamente no tenía ganas de hacer nada simplemente no lo hacía.

Mamá y papá no querían presionarme, ellos querían que yo hablara más y serían felices si lo hiciera pero ante la llamada de mamá a su amiga la psicóloga, ella le recomendó que en mi estado mental—yo no estaba mal—no deberían presionarme porque eso causaría que me cerrara más de lo que estaba, o al menos eso era lo que había logrado oír de la conversación.

Ellos creían que había algo malo con mi estado mental hasta el punto donde empezaron a hablarme cuidadosamente como si estuvieran tratando con un bebé. No sabía cómo decirles que pararan de hacer lo que estuvieran haciendo, no quería tanta atención como la que me estaban dando, quería que mamá fuera al trabajo y que papá no llamara cada cierto tiempo para saber si estaba bien. Quería estar sola y pensar, pero eso para la amiga psicóloga no era muy bueno porque podría entrar a la fase depresiva e intentar atentar contra mi vida. La mujer debería cambiar de profesión seriamente, porque nadie podía entenderme, la manera en cómo me siento...mamá decía que pasaría, que era solo un trauma. Pero no pasaría, porque ella no había estado allí y había presenciado todo lo que yo vi.

No sé si estaba loca o había desarrollado algún trauma de por vida, pero lo que me dolía más era que ellos no confiaran en mi ahora porque apartaban toda cosa afilada de mi alcance, la carne ya venía picada, los cuchillos habían desaparecido del gavetero, agujas, cuerdas...Por dios, no era tan valiente para hacerlo. Porque si quería morir, era por aquella bala que tuvo que haber llegado a mí, no cortando mis venas, no ahorcándome, no ahogándome. Por una bala. Por una bala que ya fue tirada.

Una bala que de seguro ya se habían deshecho.

Mamá me guió hacía un banco disponible y papá inmediatamente me colocó un jugo de naranja en la mano. Como en los viejos tiempos, cuando me brindaban un jugo de naranja cada vez que iba a sacarme la sangre y cooperaba. No era muy diferente a aquella vez.

Ellos dos empezaron a darme palabras de ánimo, calmándome. Pero mi mente se encontraba en otra parte, lejos. El mundo de color rosa para mí no iba resultar, no después de esto, no después de todo. Me encontraba en un agujero sin fin al que nadie podía mirar, gritaba y gritaba, y no había más nada que un cielo gris esperándome al final. Tenía unas escaleras agrietadas a mi lado por las que podía subir...pero yo no quería subir, quería que alguien bajara por mí, que me entendiera.

El Culpable.Wo Geschichten leben. Entdecke jetzt