¿Ha sido él?

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Una luz blanquecina me ciega repentinamente. Me cuesta abrir los ojos, me duele la cabeza y... ¿Dónde estoy?

Entorno los ojos para mirar a mi alrededor. Desconcertada, reconozco las paredes grisáceas de la habitación en la que me encuentro; la aspereza de las sábanas que me envuelven sobre la incómoda camilla; la frialdad que aportan los escasos muebles metálicos a la estancia; el ventanal oculto tras las largas y amarillentas cortinas que rozan el suelo; el caos del escritorio, con un sin fin de carpetas y papeles desordenados; el enorme corcho que cuelga de la pared de detrás del mismo con varios dibujitos infantiles y, también, reconozco un garabato excesivamente colorido que en algún momento de mi infancia dibujé con todo mi cariño. Sí, sin duda, estoy en la enfermería del internado. Pero...

«¿Qué coño hago aquí? ¿Qué ha pasado?»

Y como si con el mero hecho de plantearme las preguntas hubiese encendido el interruptor de la luz, todos mis recuerdos se ven alumbrados de golpe. Recuerdo sentirme impotente y vulnerable ante la presión que alguien ejercía sobre mi cabeza; el dolor agonizante de sentir mi vida escurrirse de entre mis dedos, sin poder evitarlo; recuerdo el dolor en mis pulmones; el agudo pitido zumbando en mis oídos mientras el agua filtraba en mi sistema, arrebatando cualquier atisbo de vida; mi corazón perdiendo fuerza hasta dejar de latir... Lo recuerdo todo. ¡Todo!

Sin embargo, lo que no termino de recordar es lo que ha pasado hasta despertar aquí. Tengo pequeños fragmentos de imágenes flotando en mi mente. Son vagos, borrosos, pero juraría que recuerdo a un Damián preocupado llevándome en brazos, implorando entre susurros que me quedase con él, que no me fuera, que me mantuviese despierta. Creo recordar a un Damián alterado, adentrándose en el internado como una exhalación, y abriéndose camino a través de los alumnos casi a empujones y sin dar explicaciones hasta llegar a la enfermería. Sí, pero...

Me incorporo ligeramente sobre la camilla y peino la estancia con la mirada. ¿Dónde está ahora ese Damián tan preocupado que me parece recordar? No, no está. Aquí no hay nadie más que yo.

Me desilusiono al instante. Sabía que me estaba confundiendo totalmente. Sabía que esas imágenes eran falsas ilusiones creadas por mi propia imaginación. Una imaginación tan traicionera que, en algún momento,  ha decidido aliarse con mi deseo más profundo, y jugar conmigo. Me asusta darme cuenta de que ese deseo, es esperar que Damián se fije en mi de la misma manera en la que me he fijado yo en él. Que Damián sienta la atracción que yo siento. Pero no, no es verdad, y eso me decepciona.

Me abofeteo mentalmente por haber sido tan ilusa, tan ingenua, y, con las lágrimas amenazando con salir, miro de nuevo la habitación para recordarme que estoy sola, que nadie, que él, no me espera.

Cierro los ojos y me acurruco bajo la sábana, en busca de refugio, girándome hacia la pared para evitar mirar de nuevo la soledad que me acompaña. La estiró lo suficiente como para cubrirme la cara, apretándola con el puño en un intento frustrado por aplacar la amargura. Pero entonces, cuando un tacto suave y pomposo me acaricia el pliegue del cuello, la vorágine de sentimientos negativos que me invade, se paraliza, dejando la sorpresa como único predominante. Me siento en la cama de un salto, lanzando la sábana a un lado, y mi sorpresa aumenta cuando reconozco el delicado, a la vez que robusto, elemento que descansa a mi lado. Es... Es la pluma.

La pluma que me encontré en el falso dolmen. La pluma que recogí como prueba de que él existía. ¿Ha sido él? ¿El chico que me salvó en la discoteca la noche del viernes, aquel que mi imaginación catalogó como un ángel, ha acudido a salvarme, y por eso ha dejado la pluma a mi lado? ¿O es mi memoria borrosa la que tiene razón, y ha sido Damián quién me ha traído, y por ende, también me ha dejado la pluma?

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