Caído o no, sigue siendo un ángel. MI ángel.

104 44 49
                                    

Estoy inquieta. Hace un rato que he abierto los ojos y no tengo forma de volver a conciliar el sueño. Tengo a Damián a mi lado, sumido en un profundo sueño, mientras yo me aferro al borde de si cama, nerviosa.

Estoy inquieta, sí. Y lo estoy porque no puedo dejar de pensar en Damián y en lo que me ha dicho mentalmente en el gimnasio.

«— Somos, flor, somos.»

No paro de recordar su mirada profunda, su voz firme, el tono... todo, todo lo referente al momento en el que ha confirmado que somos algo. Es una sensación extraña. Por una parte me emociona, como un subidón de adrenalina que me insta a salir de la cama y gritar y saltar de felicidad. Pero, por otro lado, me repatea que esa decisión la haya tomado él. Sólo él, sin consultarme si quiera.

«Sabes que lo quieres. No te reprimas.»
Susurra la voz de mi conciencia.

Me encantaría, la verdad. Pero creo que si no diese tantas vueltas a las cosas, yo no sería yo.

Necesito pensar. Aclarar mis ideas y, sobre todo, que me de el aire. Ojeo su despertador de noche; todavía tengo tiempo antes de que se levante para el entrenamiento.

Me levanto de la cama con mucho sigilo, salgo de la habitación como el mejor ninja jamás visto, y en cuanto cierro la puerta tras de mí, dejando a un Damián totalmente comatoso en su sueño, salgo pitando por el pasillo hasta mi cuarto.

No sé cuánto tiempo llevo corriendo por la explanada, ni sé el momento exacto en el que me ha visto. Tan solo soy testigo del ensordecedor ruido de algo impactando cerca de mí y que hace vibrar el suelo bajo mis pies. Pierdo momentáneamente el equilibrio, aunque no llego a caerme, por suerte. Pero cuando miro a mi derecha, en dirección al ruido, y veo a un Damián enfurecido a más no poder plegando las imponentes alas negras tras su espalda, siento la necesidad de querer estar, como poco, sentada.

A medida que se acerca a mi, con paso firme y decidido, descubro que su cara es un mar de contradicciones. Pasa de la ira a la preocupación y, después, al alivio en cuestión de segundos. Y vuelta a empezar.

— ¿Qué cojones haces?— ladra a escasos pasos de mi. Yo me quedo estática, mirándolo desconcertada. Espero a que se llegue hasta a mí y, entonces, con total ingenuidad, me encojo de hombros y digo:

— Entrenar.— Damián se echa las manos a la cabeza, alterado, y después se frota la cara con las manos. Me preocupa su estado y no saber exactamente qué es lo que pasa, aunque algo me dice que yo tengo algo que ver.— ¿No has leído la nota?

— ¿Qué nota?— grita.— ¡No vi nada! ¡No te vi a ti!— me reprocha, acusándome con el dedo índice.

Me siento atacada. Tan atacada que hasta me envalentono y el estado de relax al que había llegado gracias al estrés liberado por el entrenamiento, se va a la mierda.

— ¡Te he dejado una nota diciendo que te esperaba aquí, no es mi culpa que no mires bien!— chillo. Y al ver que gritarle de ese modo me sienta tan sumamente bien y que él no dice ni pío, sigo dando rienda suelta  a mi liberación.— No te tengo que dar explicaciones.

— ¿Perdona?— me reta. Avanza el paso que nos separa y su pecho queda tan pegado a mi cara que tengo que alzar un poco la cabeza para mirarlo a los ojos. Desventajas de ser bajita, sí, pero aunque en este momento se me antoja incluso más grande e imponente que nunca, no pienso achicarme. — Necesito saber dónde y cómo estás. Te recuerdo que no soy yo quien necesita aprender a protegerse.

Oh, esto ya sí que no.

— Te recuerdo que yo no te pedí que me ayudaras.— rebato con dureza.

Escala de grisesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora