Equinox Asylum

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-¡Jajajajajajajajajaja! -respiró brevemente- ¡Nunca podrán hacerme nada!

-Así que... señor Julius. ¿Se declara culpable?

-¿Culpable de qué? Soy el héroe de este país, el liberador y purificador de la raza.

-¿Es suficiente con estas declaraciones?

-Lo es, juez.

-Bien. Lo declaro culpable del asesinato de 200 niños, de la destrucción de propiedad pública y terrorismo entre otros muchos cargos.

-¿Y qué? Estaré en prisión, seré un buen hombre y saldré en nada porque la justicia de este país es así. ¡No podéis conmigo!

-No, señor Julius... Para usted no hay una condena normal -gira la cabeza hacia otros funcionarios-. Apaguen toda grabación, a partir de aquí no quedará constancia.

-¿Qué está pasando?

-Señor Julius, es condenado a Equinox de por vida.

-¿Qué mierda de nombre es ese? Otra prisión, ¿no?

-Ya lo verá con sus propios ojos... o no. Llévenselo.

Un carruaje lo transportó durante horas, a través de praderas y colinas. Atravesaron bosques frondosos y allí, dónde la vegetación moría y un acantilado se erguía, Equinox Asylum se alzaba.

En la entrada, en la parte superior de una verja oxidada, un cartel rezaba "Idem sanguinem oculos Dei". El cochero agachó la cabeza, y como un mantra recitó en voz baja "Los ojos de Dios sangran por igual...".

Atravesaron la verja y los gritos se empezaron a escuchar. Había algunos que parecían almas en pena, otros eran de desesperación. A Julius no le gustó ninguno de ellos.

Al aparcar delante del manicomio, dos fuertes agentes lo arrastraron desde el carruaje hasta la puerta principal, dónde un doctor vestido con una bata blanca lo recibió con una enorme sonrisa.

-Guter tag, mein freund. ¿Ha tenido un agradable viaje?

-¿Quién eres, nazi de mierda?

-La época gloriosa ya pasó, amigo -dijo con un marcado acento alemán-. Ahora debes acompañarme al... ¿cómo se dice en español lobby?

-Vestíbulo, señor -contestó uno de los guardias del carruaje.

-¡Vestíbulo, sí! -soltó con excitación-. Nos esperan grandes cosas y no tenemos tiempo. ¡Adelante!

Los agentes fueron relevados por un par de... ¿enfermeros? Igual de musculosos, que volvieron a arrastrar a Julius a través de la puerta principal.

-Creo que nadie le ha dado la bienvenida de forma adecuada. ¡Bienvenido a Equinox Asylum! O, si lo prefiere, simplemente Equinox -dijo riendo-. Aquí le ha tocado vivir su penitencia... ¡Qué suerte!

-¿Suerte? No sé ni qué tipo de manicomio es éste, subnormal.

El rictus del doctor cambió.

-Empezaremos cuidando sus formas. Nuestra política es muy estricta en cuanto a las formas -dijo tajante. Pásenme las tijeras.

-¿¡Qué va a hacer!? -gritó Julius horrorizado.

-Sujétenlo bien fuerte, no querría cortar de más.

Los dos enfermeros lo inmovilizaron. El doctor se acercó hasta él con las tijeras. Sacó una horquilla del pantalón y se la puso en los labios de forma lateral, haciendo del aspecto de Julius algo cómico, dándole una apariencia de pato consternado. Alzó las alargadas tijeras y cortó con un golpe seco los labios de Julius, haciendo que la horquilla se resbalara, habiendo nada dónde hacer presión, y liberando los gritos horrorizados de Julius.

-Llévenlo a la enfermería a que le den un par de puntos... Después acompañadlo hasta su habitación.

Julius dejaba un reguero de sangre por el suelo, que brotaba sin parar de allí donde antes habían existido sus labios.

Una enfermera sin expresión lo remendó toscamente y, acto seguido, como había ordenado el doctor, lo llevaron a su habitación: un cubo de 2x2m, sin ventanas. Lo tiraron allí y el tiempo pasó.

La temperatura empezó a subir, el oxígeno empezaba a escasear en el cubículo.

Boqueaba, y se preguntaba en qué clase de locura se encontraba. Y mientras iba en camino de perder el sentido, de repente, unas placas a los laterales de la habitación se encendieron. Parecían luces pero... ¡No podía ser! Se estaban calentando a una velocidad de vértigo. Lo habían metido en un puto horno.

Intentaba no rozar las placas, pero era imposible. En 5 minutos el olor dulzón a piel chamuscada impregnaba el ambiente. Gritos de pánico y dolor sonaban como una melodía desde fuera de la habitación. Los niveles de oxígeno seguían bajando. Hacía aspavientos en su reducido radio de acción.

Cuando pensaba que iba a morir puerta se abrió y fue sacado sin miramientos. Estaba medio encorvado, con quemaduras muy graves. Lo arrastraron y tiraron en una celda mayor. Pensó que la condena habría acabado, pero no: del suelo empezó a brotar agua. La sala era hermética, ligeramente más grande que la anterior, con un pequeño pedestal de madera. Al ver con qué rapidez el agua subía de nivel, hizo todo lo posible por subirse al pedestal de madera. Igual eran alguna clase de pruebas y si sobrevivía lo dejarían libre. Debía ganar tiempo.

Notó como las quemaduras de las rodillas le impedían flexionar las piernas sin sentir un dolor espeluznante, pero debía conseguirlo. Con un chasquido muy feo, consiguió doblar una y, con todas sus fuerzas impulsarse para subirse, pero su equilibrio, mermado por todos los sucesos le falló. Resbaló y se golpeó la frente fuertemente con el pedestal, oyéndose un sonoro "crack".

El agua había subido lo suficiente para cubrirlo enteramente en la posición en la cual se encontraba. Parecía un feto deforme flotando en líquido amniótico. Inconsciente él, no se dio cuenta que una trampilla lo succionaba, llevándolo a través de extrañas tuberías hasta Dios sabe dónde.

Al abrir los ojos solo vio oscuridad. ¿Se había quedado ciego? No le habría extrañado.

Escuchó unos pasitos rápidos a su alrededor. Luego otros más. Unas risas. Sintió cómo unas manitas le tocaban la espalda. Se giró bruscamente.

Más risitas. Más pasos.

Sonrisas blancas, inocentes, aparecieron en la oscuridad. Muchísimos ojos lo observaban.

Una voz profunda, de mujer, se escuchó en todo el lugar. Parecía que surgiese de su mente, de su corazón, tal vez de su alma:

- Grata patria. Aftí eínai i líthi. 'ana al'iietadal. Sie bekommen, was Sie verdienen. Sufre.

Cientos de manos lo empezaron a envolver, clavándole uñas diminutas. Intentaba zafarse de ellos pero era imposible, los movía una fuerza incontrolable. Lo mordieron, rieron y danzaban alrededor suyo. Y hubo un momento en el cual dejaron de arañar.

Le arrancaron los ojos y los reventaron sujetándolos en alto; le hicieron comer sus genitales y masticar la lengua.

Empezaron a arrancar trozos de carne como si sus manos se hubieran convertido en garras... Su cuerpo era una pulpa rojiza.

Los niños se alejaron, y lo dejaron ahí tendido, en la oscuridad.

No moría, aunque tampoco sentía que estuviera vivo. Fue entonces cuando se dio cuenta que en ningún momento habían torturado su cuerpo, sino su alma. La habían desgarrado y hecho trizas. Peor que cualquier otra condena. En ese estado ni el Cielo ni el Infierno lo querrían admitir.

Sólo le quedaba la oscuridad del Limbo.

Terror a media nocheDonde viven las historias. Descúbrelo ahora