7.1: Stephen

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Podría decirse que Stephen Larson era un chico como cualquier otro. El único hijo de un matrimonio desigual, un niño tardío, como tantos otros en esa sociedad en la que le tocó vivir.

En su casa, no había grandes lujos. Un departamento pequeño, a cinco minutos del centro de la ciudad de Palas. No necesitaban mucho espacio, solo eran sus padres y él.

Una computadora, un televisor que encendía cuando quería y un viejo equipo de música que sonaba muy de vez en cuando. Una casa gris, en un barrio gris, con sus habitantes a tono. De hecho, lo único en lo que su madre había gastado un dineral tenía nombre y apellido: Mattheo Grünwald.

Hilda Larson no tenía un gran trabajo. Era acomodadora en el teatro Sunset, lugar que le dejaba buenas propinas y que le permitía darse algunos gustos. Allí se había enamorado de un modelo de vida que estaba lejos de hacerse realidad para ella: un matrimonio feliz y un hogar acogedor.

Aquello era lo que vendían las historias que allí se representaban, esas que ella observaba embelesada todas las noches. Un hombre que te esperaba sonriente cuando llegaras del trabajo, que te cocinaba una riquísima cena y te hacía el amor hasta quedar agotada.

Es más, esa convicción no la había abandonado en los veinte años que llevaba trabajando allí. Centavo a centavo, ahorró todo lo que pudo. Antes que el techo propio, ella quería alguien con quien compartirlo. Y lo logró... Más o menos.

A sus cuarenta y tres años, se dirigió rauda a la Feria de Apolo para materializar su anhelo. Después de una intensa búsqueda, encontró a alguien de su agrado, que no se le escapara del presupuesto.

Quizá no era demasiado fornido, pero sí alto, casi como los protagonistas de las comedias que tanto le gustaban. Su corto cabello castaño oscuro era algo común, al igual que sus deslucidos ojos verdes, pero una sonrisa bastó para que se decidiera por él.

No era del todo maduro, casi que podría haber sido su hijo con sus diecinueve años; sin embargo, podría funcionar. Lo moldearía a su gusto y le daría una hermosa hija como Diosa mandaba. Pagó con su tarjeta y fue a su casa, a aguardar pacientemente a que le trajeran el paquete.

Mattheo llegó a la semana, con todos los papeles de su boda listos para firmar. Entonces, comenzó el idilio de la "feliz" pareja, el cual duró algunos meses antes de caer en una sucesión de días monótonos.

Por indicación de su ginecóloga, Hilda hizo trabajar arduamente a su esposo, para que pronto llegara su heredera. Ella estaba en el límite de su tiempo de fertilidad y si esperaban demasiado, se arriesgaría a no ser madre jamás. Él no era muy hábil en ese sentido, pero sirvió: al año, llegaba Stephen a sus vidas.

La ficción vende espejitos de colores con mucha facilidad y la familia recién salida del horno lo comprobó por las malas.

Una vez cumplido el objetivo, y con un embarazo de riesgo que impedía continuar con las prácticas nocturnas, Hilda pasó a centrarse en otras cosas y Mattheo se relajó.

Viéndose libre de ataduras durante las horas de ausencia de su mujer, él se dedicó a cultivar otros amores. La televisión resultaba un gran entretenimiento y una novedad para él, puesto que en la Escuela no tenían ese tipo de lujos. De modo que empleó su tiempo en empacharse con series y películas, acompañado de litros de cerveza y comida chatarra. La vida de casado podía ser algo grande en verdad, según él.

Con el tiempo, los quehaceres se comenzaron a acumular y el físico de aquel chico escuálido comenzó a ensancharse y no precisamente con músculos. A él, no le importaba mucho, y su esposa tenía otras cosas en las que ocuparse, por lo que las quejas sobre el comportamiento vergonzoso de Matheo nunca eran tan firmes como deberían haber sido. Poco a poco, Hilda perdió el respeto que su esposo le debía.

Mercado de Maridos (HES #1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora