Capitulo 13

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Matthew pasó a recogerme después de comer. Era la única criatura entre los lectores humanos del ala Selden. Mientras me acompañaba por debajo de las vigas pintadas y decoradas, me interrogó sobre mi trabajo y sobre lo que estaba leyendo.

Oxford se había vuelto decididamente fría y gris, y alcé el cuello de mi abrigo para protegerme, temblando en medio del aire húmedo. Matthew no parecía sentirlo y ni siquiera llevaba abrigo. El clima sombrío lo hacía parecer menos llamativo, pero no era suficiente como para que pasara completamente inadvertido. La gente se daba la vuelta y lo miraba en el patio central de la Bodleiana, y luego sacudían la cabeza.

—Atraes la atención —le dije.

—Me olvidé de ponerme el abrigo. Pero no me miran a mí, sino a ti. —Me dirigió una sonrisa deslumbrante. Una mujer se quedó boquiabierta y le dio un codazo a su amiga, inclinando la cabeza en dirección a Matthew.

Me reí.

—Estás muy equivocado.

Nos dirigimos hacia el Keble College y a los parques de la universidad, para girar a la derecha en la Rhodes House antes de entrar en el laberinto de edificios modernos dedicados al laboratorio y a los espacios para los ordenadores. Construidos a la sombra del Museo de Historia Natural, aquella enorme catedral victoriana de ladrillo rojo dedicada a la ciencia era un monumento de arquitectura contemporánea funcional y carente de imaginación.

Matthew señaló hacia nuestro objetivo —un edificio insulso de planta baja— y buscó en su bolsillo una tarjeta de identidad de plástico. La pasó por el lector en la puerta y marcó una serie de claves con dos secuencias diferentes. Cuando la puerta se abrió, me hizo pasar al puesto del vigilante, en donde me registró como invitada y me entregó un pase para que lo colgara en mi jersey.

—Parecen demasiadas medidas de seguridad para un laboratorio de la universidad —comenté jugueteando con el pase.

La seguridad fue aumentando a medida que recorríamos los metros de corredores que de alguna manera habían logrado construir detrás de la modesta fachada. Al final de un pasillo, Matthew sacó del bolsillo otra tarjeta diferente, la pasó y puso su dedo índice sobre un panel de cristal junto a una puerta. Del panel salió un zumbido y apareció un teclado táctil en su superficie. Matthew pulsó con rapidez las teclas numeradas. La puerta hizo clic y se abrió en silencio y se notó un olor limpio y ligeramente aséptico, que recordaba a los hospitales y a las cocinas profesionales vacías. Venía de espacios continuos de azulejos, acero inoxidable y equipos electrónicos.

Una serie de habitáculos con paredes de cristal se extendía delante de nosotros. En uno había una mesa redonda para reuniones, un monitor que era un monolito negro y algunos ordenadores. En otro había un viejo escritorio de madera, una silla de cuero, una enorme alfombra persa que debía de valer una fortuna, teléfonos, fax y todavía más ordenadores y monitores. Más allá había otras estancias que contenían filas de archivos, microscopios, frigoríficos, autoclaves, estantes sobre estantes de probetas, centrifugadoras y docenas de aparatos e instrumentos irreconocibles.

Toda la zona parecía vacía, aunque desde algún sitio llegaban suaves notas de un concierto de violonchelo de Bach y algo que se parecía mucho al último éxito de los ganadores del festival de Eurovisión.

Cuando pasamos junto a dos despachos, Matthew señaló el que tenía la alfombra.

—Mi despacho —explicó.

Me condujo luego hacia el primer laboratorio a la izquierda. En cada superficie se veía alguna combinación de ordenadores, microscopios y recipientes con muestras organizados cuidadosamente en estantes. Archivadores recubrían las paredes. Uno de los cajones tenía una etiqueta en la que podía leerse «<0».

SdsdsdsdWhere stories live. Discover now