Capitulo 22

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Las tres esperábamos en el salón desde que se había marchado montado en Balthasar a última hora de la mañana. En ese momento, las sombras se alargaban hacia el crepúsculo. Un humano estaría medio muerto por el prolongado esfuerzo que se necesitaba para controlar a ese enorme caballo en campo abierto. Sin embargo, los acontecimientos de la mañana me habían recordado que Matthew no era humano, sino un vampiro... con muchos secretos, un pasado complicado y terribles enemigos.

Arriba, una puerta se cerró.

—Ha regresado. Irá a la habitación de su padre, como hace siempre que está preocupado —explicó Ysabeau.

La hermosa y joven madre de Matthew estaba sentada con la mirada fija en el fuego, mientras yo retorcía mis manos sobre el regazo, rechazando todo lo que Marthe ponía delante de mí. No había comido nada desde el desayuno, pero mi sensación de vacío nada tenía que ver con el hambre.

Me sentía destrozada, rodeada por los pedazos rotos de mi vida antes ordenada. Mi título de Oxford, mi puesto en Yale y mis libros cuidadosamente investigados y escritos hacía mucho que daban significado y estructura a mi vida. Pero nada de eso me servía de consuelo en este nuevo mundo extraño de vampiros acechantes y brujas amenazadoras. Al quedar expuesta a él, yo había quedado al descubierto, con una nueva fragilidad relacionada con un vampiro y con el movimiento invisible e innegable de la sangre de una bruja en mis venas.

Por fin, Matthew entró en el salón, fresco y vestido con ropa limpia. Sus ojos me buscaron de inmediato y su contacto frío palpitó sobre mí cuando verificó que estaba ilesa. Su boca se suavizó con alivio.

Fue el último rasgo de confianza reconfortante que detecté en él.

El vampiro que entró en el salón no era el Matthew que yo conocía. No era la criatura elegante y encantadora que se había introducido en mi vida con una sonrisa burlona e invitaciones a desayunar. Tampoco era el científico, absorto en su trabajo y preocupado por la cuestión de por qué él estaba aquí. Y no había ninguna señal del Matthew que me había abrazado y besado con tan apasionada intensidad la noche anterior.

Este Matthew era frío e impasible. Los escasos bordes blandos que alguna vez había poseído —alrededor de su boca, en la delicadeza de sus manos, el silencio de sus ojos— habían sido reemplazados por líneas duras y angulosas. Parecía más viejo de lo que yo recordaba, una combinación de cansancio y cuidadosa distancia que reflejaba cada momento de sus casi mil quinientos años de edad.

Un tronco se rompió en la chimenea. Las chispas atrajeron mi mirada, color sangre anaranjada que se quemaba al caer.

Sólo el color rojo apareció al principio. Luego el rojo adquirió una textura, hebras rojizas brillaban aquí y allá con oro y plata. La textura se convirtió en algo más tangible, el cabello de Sarah. Aferré con mis dedos la correa de una mochila en mi hombro, y dejé caer el envoltorio de mi almuerzo al suelo del salón familiar con el mismo ruido habitual que mi padre hacía cuando dejaba caer su maletín junto a la puerta.

—Ya estoy en casa. —Mi voz de niña era alta y brillante—. ¿Hay galletas?

Sarah giró la cabeza, roja y anaranjada, atrapando chispas en la luz de la última hora de la tarde.

Pero su cara era blanco puro.

El blanco se imponía sobre los otros colores, se convirtió en plata y adoptó una textura como la de las escamas de un pez. Una cota de malla puesta sobre un cuerpo conocido y musculoso. Matthew.

—He terminado. —Sus manos arrancaron una túnica negra con una cruz de plata en el delantero, rasgándola en los hombros. La arrojó a los pies de alguien, se volvió y se alejó a grandes zancadas.

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