Lo que alberga la oscuridad

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Prólogo

En la oscuridad se encuentran muchas cosas que jamás podremos ver. Nuestros mayores miedos están ahí, bajo su manto, observándonos expectantes, para encontrar el momento perfecto de atacarnos por la espalda. ¿Nunca has tenido ese escalofrío cuando la oscuridad invade tu casa y el silencio se alberga en tu habitación? Eso es porque se encuentran cerca, a tu lado, acariciándote mientras te mantienes con los ojitos cerrados. Los árboles, con la ayuda del viento, susurran las palabras que ellos buscan decir pero que no pueden, pues no tienen boca. La oscuridad no muere. Solo puedes huir de ella, y de lo que esconde. ¿Eternamente? No, tarde o temprano te alcanzará. Y tus miedos se harán realidad. Tomarán la forma de lo que más tememos y su risa se escuchará por la noche cerca de tu oído. Prepárate, porque lo que alberga la oscuridad...quizás te cambie.

¿Tienes miedo a lo desconocido? Todos lo tenemos. Odiamos no conocer qué nos deparará el futuro. Nos horroriza enfrentarnos a algo del que no se sabe nada. Pero hay ciertas cosas que deben escapar de nuestro entendimiento. Hay cosas de otro mundo inexplorado para la mente humana que guardan oscuros secretos. En las casas, como la tuya o la mía, aún vagan ciertas personas. ¿Estamos, realmente, solos? ¿Alguien, acaso, conoce lo que sucede después de la muerte? Existe un gran vacío en temas como ese. Y vacío que es mejor no llenar. Hay algunas cuestiones que el humano evita por naturaleza e instinto. A nadie le gusta inmiscuirse en vidas ya pasadas. ¿Consigues paz cuando la última gota de vida sale de tus pulmones? Nunca cruces la delgada raya que separa el mundo de los vivos con el del más allá…Ah, será mejor que no cierres los ojos esta vez. Porque también te harán daño en tus sueños

***

Llovía. Caían pesadamente las lágrimas sobre Londres. Las nubes tapaban la luna, pálida. Las luces de los coches de policía tintaban la escena de distintos colores. La cinta, que impedía el paso de los curiosos, acordonaba el piso. El cuerpo estaba siendo quitado de la pared. Había sido anclado con tornillos y abierto en canal. Ritos satánicos. ¿Venganza? ¿Cuernos? ¿Qué clase de mente perversa pudo hacer eso? Y para averiguar la verdad allí estaba yo. Alan Moore. Acostumbrado a tales escenas horrorosas, mi misión era sacar la parte lógica de las personas locas, dementes, irracionales. Los policías contemplaban, asqueados, las marcas de sangre desperdigadas por la habitación. El cubículo del asesino, infestado de latas de cerveza, revistas subiditas de tono y ratas, había sido cercado. El caso, prácticamente, estaba acabado. El asesino tardaría poco en volver a dejarse ver, si no es aquí, en otro lugar. Taparon el cadáver de manera ceremonial, y en silencio, se lo llevaron. Las exhaustivas pruebas no dejarían a nadie salir del edificio hasta, por lo menos, el día siguiente. Los vecinos no dormirían tranquilos. Pero esto es causado por la mano humana. Sabemos quién lo ha hecho, pese a que no conozcamos su cara, y sabemos, también, que la enfermedad trastocó al asesino de manera monstruosa. Salí del edificio, colocándome la gabardina y el sombrero. Me daba igual mojarme. Me refugié en este y en aquel portal. Echaba de menos muchas cosas. Echaba de menos una estabilidad sentimental. Echaba de menos los abrazos por las noches. Echaba de menos su olor, su voz, sus caricias. Echaba de menos una vida ya pasada. Era demasiado melancólico. Entré en mi bloque de edificios. Actual, cómodo, acogedor… Metí la llave en la puerta del piso y la abrí, pasando. Vacío. Dolorosamente vacío. La pulcritud, por lo menos, me agradaba. Algún envase de comida china estaba en la encimera. Encendí la televisión. El escenario donde hasta hace unos minutos me encontraba apareció. Dejé la gabardina sobre una de las sillas, sin importarme que el suelo se mojase. El sombrero fue tirado encima del sillón. Agarré un café frío y me lo tomé, degustando su sabor. Vacío de gente. De ella. Vacío de risas. La cama se hacía demasiado fría, gigante, angustiosa. Las paredes me encerraban, caían sobre mi espalda en las largas noches oscuras, me trastocaban. El insomnio de aquellos tiempos me había obligado a obsesionarme con el caso. No tenía vida. No merecía algo tan aburrido, tan mecanizado. Revisé el correo, tirado sobre la mesa.

Había una carta entre las diferentes facturas. La agarré, con curiosidad. La abrí. La leí.

Nunca pensé que cambiaría mi vida de esa manera. 

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