Capítulo 1

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Era verano. Sinónimo de sonrisas, de calor, amigos, acampadas y bromas. Noches mirando las estrellas, confesando cosas que hicimos o que no hicimos, y divirtiéndonos matando el tiempo de la manera más absurda posible. Porque en verano, claro está, para la mayor parte de las personas significa libertad, tranquilidad, risas. Yo pensaba que iba ser uno de esos veranos típicos, que pasan a la historia por su sencillez y sus características exactamente iguales al anterior. Qué equivocado estaba.

Recuerdo que, en ese momento, mi cabeza deambulaba en otros mundos fantásticos, en otros personajes que no eran los que habitaban en esta tierra. Sentado en un banco de madera, muy cerca de la playa, escuchaba cómo las olas acariciaban la arena de manera lenta, sin prisas, disfrutando. Algunos barquitos pesqueros, allá, a lo lejos, se mecían con el leve oleaje. El bloc, abierto encima de mis piernas, dejaba ver una caligrafía ilegible, rápida y líneas sin sentido. Observé lo que tenía allí, en el papel, y me encogí de hombros. Nunca me cansaba de hacerlo. De escribir, me refiero. De innovar, de inventar. Hasta la fecha, la única necesidad que tenía era la de mejorar, mejorar y mejorar. Y cada verano significaba, aparte de sol y playa, tiempo para dedicarme a ello, a volar hacia otros lugares. Y por la noche… por la noche dejaba paso a mi imaginación,  a los besos, a los “te quiero” escondidos tras un susurro, a las típicas películas de amor puro, casi ilógico e irreal. Hasta el momento, había sido algo escéptico en estos temas, siempre buscando una relación madura, que no se basara únicamente en las relaciones que los chicos de dieciséis años tenían, donde primaban las mentiras y el falso amor. Eso daba asco. Y ahí estaba yo, contemplando la playa. Una sombra pasó por delante de mí. Realmente, podría traducirse por un ángel caído del cielo. Su figura se distinguía gracias a la luz de la luna, que acentuaba sus curvas. No medía más que yo, pero, en cierta manera, me parecía más… “abrazable”. El pelo le caía más o menos a la altura de su pecho, y el vestido bailaba con ella, rebelde. Sus pasos, poco a poco, la conducían hacia mí, con mi tupé ligeramente hacia la izquierda, formando, al final, una ola de pelo que acariciaba mi frente. Mis ojos marrones se clavaron en ella y no se pudieron separar. Moví la cabeza de lado a lado, para despejar todo tipo de ideas descabelladas. Llevaba unas gafas cuadradas, que en cierta manera, hacían destacar sus orbes.  Se acercó aún más a mí, hasta que una gentil sonrisa se formó en su rostro.

-Buenas noches.-Soltó, con acento extranjero. ¿Argentino?  -¿Eres de por aquí?

-¿Ah? Sí, sí. Soy de aquí. ¿Quieres algo?

-Pues... Estaba buscando “El Faro Rojo”.

-Uf, ese bar se encuentra en la otra punta del puerto, allá.-Señalé con el dedo índice, sin soltar en ningún momento mi bloc de notas.

-Oh, bueno, creo que me confundí. –Ella se rascó la cabeza, soltando una risita. Se quedó un rato embobada, mirando hacia la otra punta del puerto, donde se podían ver unas cuantas luces y se escuchaban risas que naufragaban en la inmensidad del mar. 

-Ya es difícil perderse, eh. -Tenía un miedo irrefrenable a que acabase la conversación. Me erguí del banco, intentando parecer lo más seguro posible. – De todas maneras, El Faro Rojo no es un lugar muy destacable. Donde se come bien es al lado, en el Archipiélago.

-¿Tú crees? Había quedado con unos amigos allí, en el Faro, también de la zona.

El comentario me sentó como un jarro de agua fría. Un nudo se formó en mi garganta, y la tristeza, no sé por qué, anidó en un rincón más grande de mi corazón. Ya, obvio, “amigos”. La volví a inspeccionar. Con esa sonrisa inocente, esa mirada por debajo de las gafas, esa nariz tan respingona… Y su acento, sí, argentino, estaba seguro.

-El Faro sirve para tomar unas copas y y ya está. El Archipiélago, para cenar por un buen precio. Pero bah. Estarás de paso, supongo. ¿Ya has visto el castillo? Es bonito. Precioso, diría yo.

-No sabía que había un castillo… Si te soy sincera, solo he venido a pasar unos días.

-Ah, comprendo. Pues que te lleven allí. Merece la pena. –Le sonreí, de nuevo, de la manera más amable posible.

-No creo que me guíen hasta el castillo, a estos amigos solo les gusta la fiesta y las chicas. –Suspiró, poniéndose a caminar lentamente.

Alargué el brazo, alarmado. Su pelo volvió a jugar con el viento, y yo sentí cómo, casi sin querer, suspiraba por ella.

-Yo podría llevarte. No está lejos. –Me había ofrecido, sí. No me preguntéis por qué, pero lo había hecho. Una especie de necesidad, una curiosidad extrema, quizás un deje de locura. Una persona desconocida, sí, pero, a la vez, cercana. Pese a que en su mirada había algo. O mejor dicho, faltaba algo. Una chispa de brillo, una pizca de vida. Y su sonrisa aunque resplandecía, no parecía decir que su creadora era feliz, no en parte. Ella se dio la vuelta, y, expectante, asintió.

-Me encantaría tener un explorador local. –Alzó ambas cejas, y prosiguió, de nuevo, su camino.

-¡Mañana por la mañana aquí! ¡Temprano, a las nueve! – Grité, colocándome la mano en la boca y haciendo que, sin querer, el bloc cayera al suelo. Cuando me agaché a cogerlo y vi el corazón que dibujé minutos atrás, no pude evitar sonreír. ¿Casualidad? No lo sabía. Pero tenía una sensación eléctrica, una ansiedad porque pasara el tiempo volando que,antes, no estaba. Y, también, me veía como un idiota, tan feliz por quedar con una extraña que, únicamente, se dedicó a intercambiar unas cuantas palabras conmigo. Demasiado infantil, quizás. ¿Cómo podía distinguir el capricho del amor? Ese era mi único fallo. Ese día… ese día, inesperadamente, todo cambió para mí. Mi concepto de amar, mi corazón, mi pensamiento. Todo. 

Nunca llegué a imaginar que me convertiría en una especie de “arquitecto.” 

Pese a la distanciaWhere stories live. Discover now