Capítulo 2

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El verde inundaba la comarca entera. Bosques enormes, con muchísima maleza, casi de cuento, con los árboles y sus troncos llenos de musgo, sus pequeños riachuelos, encargados de forjar la melodía de la naturaleza, sus pajarillos, escondidos entre las flores y las hojas. Los árboles, después de todo, son los únicos que no temen el paso del tiempo, los verdaderos guardianes inmóviles desde el comienzo de la tierra. El castillo estaba rodeado por los bosques, a excepción de una parte, que daba al mar, pues estaba conectada con una rampa de piedra erosionada. La fortificación era pequeña, con las murallas interiores y exteriores separadas apenas unos cuantos metros, y con grandes explanadas y un pequeño torreón en el medio, todo muy junto, casi en contacto, como si quisieran ahorrar espacio. En frente del mismo, separado por el mar, a unos dos kilómetros de distancia, se encontraba la antítesis de él. Un castillo espacioso, con diversas murallas interiores y edificios renovados, mientras que el primero podía lucir musgo en la mayor parte de las piedras. Aun así, seguía viéndose imponente, con ese foso vacío en el que antes estaría el agua y, probablemente, caerían los asaltantes con brusquedad. Pero, sin duda alguna, lo que complementaba al castillo era el faro, escondido entre los árboles, en una especie de cala. Había sido reconstruido hacía poco, pintado de azul marino y blanco, y la zona circundante había sido arreglada. Le habían colocado bancos de piedra, rebajado el nivel de la hierba, plantado árboles que todavía no eran más que palos con algunas hojitas… Lo mejor de todo, sin duda, eran las vistas. Desde allí se accedía a una pequeña playa que, cuando subía la marea, desaparecía. Era un rincón precioso, perfecto para los enamorados. Ambos castillos se veían a la perfección, y a lo lejos, las demás ciudades. Había llevado a mi inesperada compañera allí, entablando conversación durante el camino y descubriendo su nombre: Ayelen.

-Bueno, aquí lo tienes. –Le decía en aquel momento, señalando el castillo.- Es bonito, ¿eh? – Mi lengua, con total naturalidad, comenzó a moverse con presteza, sin pudor.- Como puedes observar, justo en frente tiene a su hermano. El único motivo era que, durante la guerra, entre ambos lugares se echaba una larga cadena de hierro que cercaba la única entrada a la ría. Una ría es una especie de abertura del mar en la tierra, como si fuera una bahía. Toda esta zona…-Acompañaba mi explicación con gestos, ensalzando la figura de los lugares mencionados.- Se encuentra dentro de la ría. Un agujero con agua. Bueno, el caso es que al soltar la cadena, ningún barco podía entrar sin permiso. Resultaba un método de defensa útil. El litoral gallego es muy abrupto, y tiene una forma curiosa.

Ella, sentada en el banco, se había quedado mirándome fijamente, pensativa. De vez en cuando, echaba una ojeada a los dos castillos, asombrada.

-Vaya, sí que sabes cosas, Alessio. –Se apartó un mechón de pelo de la cara, y yo, con inocencia, me ruboricé levemente. Tomé asiento a su lado, acariciando mis propias piernas.

-Si no lo supiera yo, que vivo aquí…-Observé el contorno de sus labios, con disimulo. Eran finos, sí, pero parecían dulces. – También, como curiosidad, ahí estuvo encerrado Tejero, el del golpe de estado. ¿Lo conoces, no?

Ayelen asintió, con entusiasmo.

-Algo leí. España me apasiona. Y Galicia, Galicia enamora. –Colocó cada pierna a un lado del banco, en dirección a mí. Yo hice lo mismo, mirándola directamente a los ojos. Esos ojos negros, sí, sin brillo, pero que, en ocasiones, parecían revivir como un ave fénix y deslumbrar más que cualquier sol.

-Es una tierra distinta. A veces, tengo la sensación de que todo tiene vida. Después de todo, los gallegos tenemos bastante morriña.

Sí, y el gallego es bonito. Precioso. Me encanta.

-Ya te hablarían tus amigos en gallego, ¿no?

-Bah, un poquito. No son de enseñar demasiadas cosas. De cualquier manera, mis amigos no serían ni la mitad de buenos guías que tú. –Sonrió. Cuando lo hacía con total sinceridad, cuando algo de verdad hacía mostrar su sonrisa, sí que enamoraba. Sí que te atrapaba. Porque entrecerraba un poco los ojos, y unas arrugas se situaban bajo sus mejillas, acentuando su rostro feliz y sereno. Ahí te dabas cuenta de que, justo en ese instante, por muy pequeño que fuera, estaba contenta. Y los demás momentos… Veías esa misma sonrisa más apagada, igual que sus ojos. Era extraño. Y, quizás por eso, sentía una curiosidad enorme. ¿Qué torturaba su corazón? ¿Qué la hacía carecer de una parte de sí misma?

-Oye ¿cuándo te irás?

Ella ladeó la cabeza, inspeccionándome, lentamente.

-En dos días vuelvo a Argentina.

Me sobresalté. ¿Tan pronto? Quedaba poco tiempo, muy poco. Apenas una exhalación y ya se iría, volaría y no la volvería a ver. Otra vez esa profunda tristeza, casi ilógica, me atacó. Rebusqué en mis bolsillos, encontrando un papel doblado y bastante pintarrajeado. Agarré el bolígrafo, (arma imprescindible del escritor), y se lo tendí.

-¿Me das tu número de teléfono?

Ayelen aferró el papel y el boli con suma parsimonia.

-¿Y por qué debería hacerlo? –Preguntó, juguetona.

Temí que todo fuera una equivocación, un fallo en la interpretación, en esos instantes de sonrisas fugaces y sinceras. Pero la miré fijamente a sus ojos. Esperé. Espejos del alma.

-Porque, en el fondo, te he llamado la atención. –Contesté.

-No sé mucho sobre ti.

-Lo sabrás.

-¿Confiar en un desconocido?

-No soy un desconocido, soy tu guía. ¿Hay algo de malo en hablar con tu guía? Planificar una nueva viaje, presupuestos, intereses comunes…

-¿Cómo que intereses comunes? Lo de conocernos no estaba en el folleto.

-Ah, me debí olvidar. –Le sonreí, sacándole la lengua. Ayelen negó con la cabeza, y apuntó su número de teléfono.

-Toma, pícaro.

Volví a colocar el papel en mi bolsillo, con recelo, como si fuera un tesoro y yo me convirtiese en un dragón espléndido y enorme.

-Gracias. Oye, tenía pensado… ¿Qué te parece si te invito a unos bocatas y nos vamos a tirar?

-¿A tirar?

-A tirar. Con arco. –Coloqué el pulgar, junto con el resto de los dedos, debajo de mi barbilla, y después, estiré el brazo izquierdo, semejando que llevaba un arco. Solté la flecha imaginaria, que impactó en la ventana del faro y la rompió.

-¿Tiras con arco? ¡Wuauw, eso es chulísimo!

-Ya, bueno, más chulo será merendar en donde tiramos.

-Oh, ¿es en el castillo?

-Eso es secreto. Ya lo verás.

Me reí, levantándome. Tenía dos días para saciar mi curiosidad, para destrozar esa necesidad de ver otra vez esa sonrisa sincera, esa manera de apartarse el pelo de la cara, incluso esa manera tan sensual de caminar, meneando sus caderas de un lado a otro. No sabía cómo, no sabía por qué, pero notaba que había algo, una especie de atracción mutua por conocer al máximo a la otra persona. Algunas veces, lo admito, me sentí perdido, no sabía qué hacer, cómo reaccionar. Tenía la sensación de que ella era como un cisne de cristal, frágil e impresionante, y que por un gesto mínimo, más brusco de lo que debería, más rápido de lo adecuado, se rompiera en mil pedazos y nunca jamás estaría como antes. 

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⏰ Última actualización: Mar 28, 2014 ⏰

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