Una buena imaginación se equivoca

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La primavera había llegado una vez más a “Tejas Verdes”: la hermosa, caprichosa y tardía primavera canadiense, cruzando lentamente abril y mayo en una sucesión de días dulces, frescos, con rosados atardeceres y milagros de resurrección y crecimiento.  Los arces del Sendero de los Amantes estaban florecidos de rojo y rizados helechos se agolpaban alrededor de la Burbuja de la Dríada.  En los eriales, tras la finca de Silas Sloane, crecían las flores de mayo, estrellas blancas y rosas con hojas de color castaño.  Todos los colegiales pasaron una dorada tarde juntándolas y regresaron a casa a la luz del claro crepúsculo con los cestos llenos de perfumada carga.
- Compadezco tanto a la gente que vive en hogares donde no hay flores – dijo Ana –.  Diana dice que quizá tienen cosas mejores, pero no creo que pueda haber nada superior, ¿no es así, Marilla?  Diana dice que si no saben cómo son, no las echarán de menos.  Pero yo pienso que eso es lo más triste de todo.  Me parece que sería trágico, Marilla, no saber cómo son las flores y no echarlas de menos.  ¿Sabe usted qué pienso que son las flores de mayo?  Pues las almas de las flores que murieron el verano pasado, y que ése es su cielo.  Hoy tuvimos un día espléndido, Marilla.  Almorzamos junto a un gran pozo; un lugar muy romántico.  Charlie Sloane desafió a Arty Gillis que saltara, y éste lo hizo para no rehuir el reto.  Nadie lo rehuiría en el colegio.  Queda muy bien aceptar desafíos.  El señor Phillips le dio a Prissy Andrews todas las flores que recogió y le oí decir que eran “flores para una flor”.  Sé que lo sacó de un libro, pero demuestra que tiene algo de imaginación.  También a mí me ofrecieron algunas flores, pero las rechacé enfadada.  No le puedo decir el nombre de quién me las ofreció, porque he prometido que nunca cruce mis labios.  Hicimos guirnaldas de flores y las pusimos en nuestros sombreros, y cuando llegó el momento de regresar, marchamos en procesión por el camino, de dos en dos, con nuestros ramos y guirnaldas, cantando “Mi hogar en la montaña”.  Oh, fue tan bonito, Marilla.  Todos los parientes del señor Sloane salieron a vernos, y los que se cruzaban con nosotros en el camino se detenían a contemplarnos.  Causamos verdadera sensación.
- ¡No es de extrañar!  ¡Haciendo semejantes disparates! – fue la respuesta de Marilla.
  Después de las flores de mayo llegaron las violetas y cubrieron el Valle de las Violetas.  Ana lo atravesó camino del colegio con paso reverente y ojos extasiados, como si pisara suelo sagrado.
- Por alguna razón – dijo a Diana –, cuando cruzo por allí, no me importa si Gil... si alguien me supera en clase o no.  Pero cuando estoy en el colegio, todo cambia y me preocupo como siempre.  Hay un montón de Anas distintas dentro de mí.  Algunas veces pienso que ésa es la razón de que yo sea una persona tan cargante.  Si fuera siempre una sola Ana, sería mucho más cómodo, pero también muchísimo menos interesante.   Una tarde de junio, cuando los manzanos estaban otra vez en flor, cuando las ranas cantaban en los pantanos de las márgenes del Lago de las Aguas Refulgentes y el aire estaba lleno del perfume de los campos de tréboles y balsámicos bosques de abetos, Ana se hallaba sentada junto a la ventana de su habitación.  Había estado estudiando, pero se hizo demasiado oscuro para ver el libro, de manera que cayó en un ensueño, mirando más allá de la Reina de las Nieves, una vez más cubierta de flores.
  La pequeña habitación apenas había cambiado.  Las paredes estaban tan blancas, el alfiletero tan duro y las sillas tan adornadas como siempre.  Y sin embargo, el carácter de la habitación sí había cambiado.  Estaba llena de una nueva personalidad, que parecía ocuparla independientemente de los libros, vestidos y lazos de colegiala y hasta del jarrón azul lleno de flores de manzano.  Era como si todos los sueños de su ocupante hubieran tomado forma visible, aunque inmaterial, y hubieran tapizado la desnuda habitación con espléndidos y transparentes tejidos de arco iris y luz de luna.  De improviso, Marilla entró enérgicamente con algunos delantales escolares de Ana recién planchados.  Los colocó en una silla y se sentó con un suspiro.  Aquella tarde había padecido uno de sus dolores de cabeza, y aunque el dolor había desaparecido, se sentía débil y “aplastada”.  Ana la miró con ojos compasivos.
- Le aseguro que desearía tener el dolor de cabeza por usted, Marilla.  Lo hubiera llevado alegremente por su causa.
- Creo que hiciste tu parte al dedicarte a trabajar, dejándome en paz – dijo Marilla –.  Parece que lo has hecho bastante bien y no cometiste errores como de costumbre.  Claro que no era necesario almidonar los pañuelos de Matthew.  Y la mayoría de la gente, cuando pone un pastel a calentar en el horno lo saca y se lo come, en lugar de dejarlo que se haga cenizas.  Pero, evidentemente, ésa no parece ser tu manera de ser.
  Los dolores de cabeza siempre ponían sarcástica a Marilla.
- Oh, lo siento mucho.  No he vuelto a pensar en el pastel hasta este momento.  Sin embargo, sentí instintivamente que en la mesa del almuerzo faltaba algo.  Esta mañana, cuando se fue, estaba firmemente resuelta a no imaginar nada, sino a concentrar mi pensamiento en los hechos.  Me conduje bastante bien hasta que metí el pastel, y entonces me acometió una terrible tentación de imaginar que era una princesa encantada encerrada en una torre, con un caballero que venía a rescatarme montado en un caballo negro.  Por eso me olvidé del pastel.  No sabía que hubiera almidonado los pañuelos.  Todo el tiempo mientras planchaba estuve imaginando un nombre para una isla que hemos descubierto en el arroyo Diana y yo.  Es un lugar de lo más arrebatador, Marilla.  Hay dos arces en ella y el arroyo la rodea.  Por fin pensé que sería espléndido llamarla isla Victoria, porque la encontramos el día del cumpleaños de la reina.  Diana y yo somos muy leales a la soberana.  Pero siento mucho lo del pastel y los pañuelos.  Quería que fuera un día muy bueno porque es un aniversario.  ¿Recuerda lo que ocurrió hace un año, Marilla?.
- No, no puedo pensar en nada especial.
- Oh, Marilla, fue el día que llegué a “Tejas Verdes”.  Jamás lo olvidaré.  Fue un punto crucial en mi vida.  Claro que a usted no le parecerá tan importante.  Hace un año que estoy aquí y he sido muy feliz.  Desde luego, he tenido mis dificultades.  ¿Lamenta usted haberse quedado conmigo, Marilla?.
- No, no puedo decir que lo lamente – dijo Marilla, que algunas veces pensaba cómo había podido vivir antes de que Ana llegara a “Tejas Verdes” –; no, no lo lamento.  Si has terminado de estudiar, Ana, quisiera que fueras a casa de la señora Barry a pedirle que te prestara el patrón de los delantales.
- Oh, está... está demasiado oscuro.
- ¿Demasiado oscuro?  Pero si acaba de ponerse el sol.  Muchas veces has ido después de anochecido.
- Iré por la mañana temprano – dijo Ana ansiosamente –.  Me levantaré al salir el sol y correré allí, Marilla.
- ¿Qué te traes entre manos, Ana Shirley?  Quiero el patrón para cortarte un nuevo delantal esta noche.  Ve de inmediato y pórtate bien.
- Entonces, tendré que ir por el camino – dijo Ana cogiendo su sombrero de mala gana.
- ¡Ir por el camino y gastar media hora!  ¡Me gustaría saber qué te pasa!.
- Marilla, no puedo ir por el Bosque Embrujado – gritó Ana, desesperada.
  Marilla la contempló asombrada.
- ¡El Bosque Embrujado!  ¿Estás loca?  ¿Qué es eso?.
- Es el bosque de abetos que hay junto al arroyo – dijo Ana con un suspiro.
- Tonterías.  No hay bosque embrujado en ninguna parte.  ¿Quién te ha dicho esas cosas?.
- Nadie – confesó Ana –.  Diana y yo hemos imaginado que el bosque estaba embrujado.  Todos los nombres de los alrededores son tan... tan vulgares.  Hemos pensado eso para nuestra propia diversión.  Empezamos en abril.  ¡Un bosque embrujado es tan romántico, Marilla!  Elegimos el bosque de abetos porque es muy oscuro.  Hemos imaginado las cosas más horripilantes.  Hay una dama blanca que camina por el arroyo a esta hora de la tarde, que mueve los brazos y da gritos horribles.  Aparece cuando está a punto de morir algún familiar.  Y el rincón que hay al lado de Idlewild está embrujado por el fantasma de una criatura asesinada; se desliza por detrás y le pone sus helados deditos sobre la mano, así.  Oh, Marilla, sólo pensar en ello me hace estremecer.  Y hay un hombre sin cabeza que camina por el sendero y también esqueletos que brillan entre las ramas.  Oh, Marilla, por nada del mundo iría al Bosque Embrujado.  Estoy segura de que saldrían manos de detrás de los árboles y me apresarían.
- Los fantasmas no existen, Ana.
- Sí – gritó ansiosamente la niña –.  Sé de gentes que los han visto.  Charlie Sloane dice que su abuela vio a su abuelo arrear las vacas una noche, cuando hacía un año que estaba enterrado.  Usted sabe que la abuela de Charlie Sloane no es dada a contar cuentos.  Es una mujer muy religiosa.  Y el padre de la señora Thomas fue perseguido una noche por una oveja de fuego con la cabeza cortada y colgándole de la piel.  Dijo que sabía que era el espíritu de su hermano que le prevenía que moriría a los nueve días.  No fue así, pero murió a los dos años, de manera que usted ve que fue cierto, Y Ruby Gillis dice...
- Ana Shirley – interrumpió Marilla con firmeza –.  No quiero volverte a oír hablar de esas cosas.  He tenido mis dudas respecto a esa imaginación tuya; y no voy a aceptar tales cosas.  Vas a ir a casa de los Barry, cruzando el bosque, para que te sirva de aviso y lección.  Y que nunca vuelva a oírte hablar de bosques embrujados.
  Ana lloró y rogó cuanto pudo, pues su terror era real.  Su imaginación se había desbocado, convirtiendo al bosquecillo en una trampa mortal después de la caída del sol.  Pero Marilla era inconmovible.  Acompañó a la temblorosa descubridora de fantasmas hasta el arroyo y le ordenó que cruzara el puente y penetrara en los dominios de las damas aullantes y de los hombres sin cabeza.
- ¡Oh, Marilla!  ¿Cómo puede ser tan cruel? – sollozó Ana –.  ¿Qué sentiría si una cosa blanca se apodera de mí y me llevara?.
- Quiero correr el riesgo – contestó de mala gana Marilla –.  Te curaré de imaginar fantasmas.  Ahora, ve.
  Ana marchó.  Es decir, cruzó a tropezones el puente y se internó temblando en el oscuro sendero.  Ana jamás olvidó aquel paseo.  Se arrepintió amargamente de la licencia que diera a su imaginación.  Los trasgos de su fantasía bailaban en cada sombra, extendiendo sus manos frías y descarnadas, para coger a la aterrorizada niña que le diera vida.  Un trozo blanco de corteza que el viento levantó le hizo detener el corazón.  El sonido de dos ramas que se rozaban la hizo sudar.  El ruido de los murciélagos sobre su cabeza era como las alas de infernales criaturas.  Cuando llegó al campo de William Bell corrió como si la persiguiera un ejército de fantasmas y llegó a la puerta de la cocina de los Barry tan agitada que casi no pudo pedir el patrón de los delantales.  Diana no estaba en casa, de manera que no tuvo excusa para quedarse.  Había que afrontar el horrible viaje de regreso.  Ana lo hizo con los ojos cerrados, prefiriendo el riesgo de romperse la cabeza contra una rama a ver una cosa blanca.  Cuando llegó dando tumbos al puente de troncos, lanzó un largo suspiro de alivio.
- Bueno, ¿te cogió alguna cosa? – dijo Marilla.
- Oh, Mar... Marilla – tartamudeó Ana –.  Me contentaré c-con c-ccosas v-v-ulgares de ahora en a-a-adelante.

Ana de las tejas verdesWhere stories live. Discover now