Un nuevo estilo de condimentar

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- Oh, Dios, “todo son encuentros y despedidas en este mundo”, como dice la señora Lynde – exclamó Ana quejumbrosamente, dejando su pizarra y sus libros sobre la mesa de la cocina en el último día de junio y enjugándose los ojos con un pañuelo empapado -.  ¿No ha sido una suerte que llevara un pañuelo de más hoy a la escuela, Marilla?  Tenía el presentimiento de que iba a necesitarlo.
- Nunca creí que quisieras tanto al señor Phillips como para necesitar dos pañuelos para enjugar tus lágrimas porque se va – dijo Marilla.
- No creo que llorara porque lo quisiera mucho – reflexionó Ana -; lloré porque los demás también lo hacían.  Empezó Ruby Gillis.  Ruby siempre ha dicho que odiaba al señor Phillips, pero en cuanto éste se levantó para decir su discurso de despedida, rompió a llorar.  Entonces siguieron todas las demás niñas, una tras otra.  Yo traté de aguantarme, Marilla.  Traté de recordar cuando el señor Phillips me hizo sentar con Gil... con un muchacho, cuando escribió mal mi nombre en la pizarra, cuando decía que yo era la mayor tonta que había visto para la geometría, cómo se reía de mi ortografía y todas las veces que se había mostrado ofensivo y sarcástico; pero por alguna razón no pude contenerme, Marilla, y tuve que llorar como todas.  Jane Andrews hacía un mes que repetía lo contenta que iba a estar cuando se fuera el señor Phillips y declaró que no derramaría una sola lágrima.  Bueno, se puso peor que todas nosotras y tuvo que pedirle prestado un pañuelo a su hermano (por supuesto, los muchachos no lloraron), ya que ella no había traído más que uno.  ¡Oh, Marilla, fue tan desgarrador!  El señor Phillips comenzó su discurso de despedida de un modo muy hermoso.  “Ha llegado el momento de separarnos”; fue muy conmovedor.  Y también él tenía los ojos llenos de lágrimas.  Oh, me sentí mortalmente triste y arrepentida por todas las veces que había hablado en clase y hecho caricaturas suyas en mi pizarra y me había burlado de él y de Prissy.  Puedo asegurarle que hubiera querido ser una alumna modelo como Minnie Andrews.  Ella no tuvo nada de que arrepentirse.  Las niñas lloraron durante todo el camino hasta sus casas.  Carrie Sloane continuó repitiendo “Ha llegado el momento de separarnos”, y eso nos hacía empezar de nuevo cada vez que corríamos el peligro de levantar el ánimo.  Me sentí mortalmente triste, Marilla.  Pero una no puede sentirse sepultada del todo en los abismos de la desesperación teniendo por delante dos meses de vacaciones, ¿no es cierto?.  Y además, nos encontramos con el nuevo ministro y su esposa, que venían de la estación.  A pesar de estar tan triste por la partida del señor Phillips no podía dejar de interesarme un poquito por el nuevo ministro, ¿no le parece?  Su esposa es muy bonita.  No regiamente hermosa, por supuesto; no podría ser, supongo, que un ministro tuviera una esposa regiamente hermosa, pues podría resultar un mal ejemplo.  La señora Lynde dice que la esposa del pastor de Newbridge da mal ejemplo porque viste muy a la moda.  La esposa de nuestro nuevo ministro estaba vestida de muselina azul, con encantadoras mangas abullonadas y llevaba un sombrero adornado con rosas.  Jane Andrews dice que le parece que las mangas abullonadas son demasiado mundanas para la esposa de un ministro, pero yo no compartí una observación tan poco benevolente porque sé muy bien lo que es suspirar por mangas abullonadas.  Además, hace poco tiempo que es la esposa de un pastor, de manera que se le pueden hacer algunas concesiones, ¿no le parece?  Van a alojarse con la señora Lynde hasta que esté lista la rectoría.
  Si alguna otra razón movió a Marilla a visitar aquella noche a la señora Lynde, además de la de devolver los bastidores que tomara prestados el invierno anterior, fue sin duda una debilidad compartida por la mayoría de los vecinos de Avonlea.  La señora Lynde recibió aquella noche infinidad de cosas que había prestado, muchas de las cuales ni soñara en volver a ver.  Un nuevo pastor y, más aún, uno casado, era motivo de curiosidad más que suficiente para un pueblo donde lo sensacional era escaso y espaciado en el tiempo.
  El anciano señor Bentley, el ministro a quien Ana hallara falto de imaginación, había sido pastor de Avonlea durante dieciocho años.  Era viudo cuando llegó y viudo permaneció, a pesar de que la maledicencia le casaba regularmente ora con ésta, ora con ésa o aquélla, durante cada año de su ministerio.  En el mes de febrero había renunciado a su cargo, partiendo entre el sentimiento del pueblo, muchos de cuyos componentes sentían un afecto nacido del largo contacto con el anciano ministro, a pesar de su fracaso como orador.  Desde entonces, la iglesia de Avonlea había disfrutado de una especie de disipación religiosa, al escuchar los muchos y variados candidatos que vinieron a predicar a prueba domingo tras domingo.  Éstos se sostenían o caían ante el juicio de los padres y madres de Israel; pero cierta chiquilla pequeña de cabellos rojos, que se sentaba humildemente en un rincón del banco de los Cuthbert, también tenía sus opiniones respecto a ellos y las discutía ampliamente con Matthew, pues Marilla siempre declinaba por principio discutir lo que dijeran los ministros.
- No me parece que el señor Smith hubiera servido, Matthew – fue el resumen final de Ana –.  La señora Lynde dice que su discurso fue pobre; pero creo que su defecto peor era el mismo que el del señor Bentley: no tenía imaginación.  Y el señor Terry tenía demasiada; la dejaba remontarse excesivamente, igual que yo en el caso del Bosque Embrujado.  Además, la señora Lynde dice que su teología no era muy segura.  El señor Gresham era un hombre muy bueno y muy religioso, pero decía demasiados chistes y hacía reír a la gente en la iglesia; era poco digno, y un ministro debe serlo, ¿no le parece, Matthew?  Yo pensé que el señor Marshall era decididamente atractivo, pero la señora Lynde dice que no está casado, ni aun comprometido, lo sabe porque hizo investigaciones especiales al respecto, y agrega que no se podría tener un ministro soltero en Avonlea, pues podría casarse con alguien de la congregación y haber trastornos por ello.  La señora Lynde es una mujer previsora, ¿no es cierto, Matthew?  Me gusta que hayan llamado al señor Allan.  Me agradó porque su sermón fue interesante y porque rezaba como si lo sintiera y no simplemente como si lo hiciera por costumbre.  La señora Lynde dice que no es perfecto, pero dice también que no podemos esperar un ministro perfecto por setecientos cincuenta dólares al año y que, de todas maneras, su teología es segura, porque le interrogó cuidadosamente en todos los puntos doctrinales.  Además, conoce a la familia de su mujer que es muy respetable; todas las mujeres son buenas amas de casa.  La señora Lynde dice que una buena doctrina en el hombre y un buen cuidado del hogar en la mujer son una combinación ideal para la familia de un ministro.
  El nuevo ministro y su esposa eran una pareja joven, de aspecto feliz, todavía en luna de miel y embargados de hermoso entusiasmo por la tarea de su vida.  Avonlea les abrió el corazón desde el comienzo.  Viejos y jóvenes apreciaron al franco y alegre joven de altos ideales y a la brillante y gentil dama que asumiera el gobierno de la rectoría.  Ana quiso de todo corazón a la señora Allan.  Había descubierto otro espíritu gemelo.
- La señora Allan es la amabilidad personificada – anunció un domingo por la tarde –.  Se ha hecho cargo de nuestra clase y es una maestra extraordinaria.  Al comienzo dijo que no le parecía bien que la maestra hiciera todas las preguntas, y usted bien sabe, Marilla, que eso es lo que siempre he pensado.  Dijo que podríamos hacerle cuantas preguntas quisiéramos, y yo le hice muchas.  Soy muy buena para hacerlas, Marilla.
- Te creo – respondió Marilla enfáticamente.
- Nadie más preguntó, excepto Ruby Gillis, y lo que dijo fue que si habría una excursión de la escuela dominical en verano.  No me parece que fuera la pregunta más correcta, porque no tenía contacto alguno con la lección, que se refería a Daniel en el foso de los leones, pero la señora Allan sonrió y dijo que le parecía que sí.  La señora Allan tiene una hermosa sonrisa; se le hacen unos hoyuelos exquisitos en las mejillas.  Me gustaría tener hoyuelos en las mejillas, Marilla.  No estoy ni la mitad de delgada de lo que estaba cuando llegué aquí, pero todavía no tengo hoyuelos.  Si los tuviera, quizá pudiera influir para bien en la gente.  La señora Allan dice que debemos tratar de influir siempre en la gente para bien.  Habló tan bien de todo.  Nunca supe antes que la religión fuera tan alegre.  Siempre pensé que era una especie de melancolía, pero la de la señora Allan no lo es, y a mi me gustaría ser cristiana si lo fuera como ella y no como el señor Bell.
- Haces muy mal en hablar así del señor Bell – dijo Marilla severamente –.  Es un buen hombre.
- Desde luego que es bueno – asintió Ana –, pero no parece conseguir nada con ello.  Si yo fuera tan buena, cantaría y bailaría durante todo el día para celebrarlo.  Supongo que la señora Allan es demasiado mayor para cantar y bailar, y desde luego que eso no sería muy digno en la esposa de un pastor.  Pero puedo sentir que está contenta de ser cristiana y de que lo sería igualmente aunque no fuera al cielo por ello.
- Supongo que pronto podremos invitar al señor Allan y a su esposa a tomar el té – dijo Marilla reflexivamente –.  Han estado en todas partes menos aquí.  Veamos.  El próximo miércoles será un buen día.  Pero no digas una palabra a Matthew, pues si se entera de que vienen, encontrará una excusa para no tomarlo.  Se acostumbró tanto al señor Bentley que no le daba importancia, pero le va a costar acostumbrarse al nuevo ministro, y la esposa de éste le va a asustar terriblemente.
- Guardaré el secreto como una tumba – aseguró Ana –.  Pero, Marilla, ¿me dejará hacer un pastel para la ocasión?  Me gustaría hacer algo para la señora Allan y creo que ya puedo hacer un buen pastel.
- Lo harás.
  El lunes y martes hubo grandes preparativos en “Tejas Verdes”.  Tener al ministro y su esposa como invitados era algo importante, y Marilla estaba determinada a no quedar eclipsada por ninguna de las amas de casa de Avonlea.  Ana estaba excitada.  Conversó al respecto con Diana la tarde anterior, a la luz del crepúsculo, sentadas ambas en las rocas rojas de la Burbuja de la Dríada, mientras hacían arco iris en el agua con ramitas embebidas en bálsamo de abeto.
- Todo está listo excepto mi pastel, Diana.  Lo haré por la mañana, y por la tarde, antes del té, Marilla preparará los bizcochos.  Te aseguro, Diana, que Marilla y yo hemos tenido dos días muy ocupados.  Es una responsabilidad tan grande invitar a la familia de un pastor a tomar el té.  Nunca había pasado antes por una experiencia así.  Deberías ver nuestra despensa.  Es una visión digna de contemplarse.  Tenemos pollo en gelatina y lengua fría.  Dos clases de gelatina, roja y amarilla, crema batida y tarta de limón y de cerezas; tres clases de bollitos y torta de frutas; las famosas confituras de Marilla y bizcochos y pan nuevo y viejo, en caso de que el ministro sea dispéptico y no puedo comer pan nuevo.  La señora Lynde dice que la mayoría de los ministros son dispépticos, pero no creo que el señor Allan haya sido ministro suficiente tiempo como para serlo.  Me dan escalofríos cuando pienso en mi pastel.  ¡Temo que no salga bien!  Anoche soñé que me perseguía un duende con cabeza de pastel.
- Todo saldrá bien, no te preocupes – aseguró Diana, que era una amiga muy reconfortante –.  Te aseguro que el trozo de pastel que comimos en Idlewild hace dos semanas estaba muy bueno.
- Sí, pero las tortas tienen la terrible costumbre de volverse malas exactamente cuando más se necesita que estén buenas – suspiró Ana, haciendo flotar una rama –.  Sin embargo, supongo que tendré que encomendarme a la Providencia y tener cuidado al echar la harina.  ¡Mira, Diana, un arco iris perfecto!  ¿Crees que la dríada saldrá cuando nos vayamos para utilizarlo de pañuelo?.
- Sabes que las dríadas no existen.  – La madre de Diana había descubierto lo del Bosque Embrujado y se había enfadado.  Como resultado, Diana se había abstenido de futuros excesos imaginativos y no consideraba prudente cultivar su credulidad ni con cosas tan innocuas como las dríadas.
- Pero es tan fácil imaginar que las hay – dijo Ana –.  Cada noche, antes de acostarme, miro por la ventana y pienso si realmente la dríada estará sentada aquí, peinando sus rizos con el arroyo por espejo.  Algunas veces, busco sus pisadas en el rocío de la mañana.  ¡Oh, Diana, no abandones tu fe en la dríada!. 
  Llegó el miércoles.  Ana se levantó al amanecer porque se hallaba demasiado excitada para dormir.  Había cogido un catarro por andar por el arroyo la noche anterior, pero nada excepto una neumonía podría reducir su interés por la cocina aquella mañana.  Después del desayuno, se puso a hacer el pastel.  Cuando por fin cerró la puerta del horno, lanzó un largo suspiro.
- Esta vez estoy segura de no haber olvidado nada, Marilla.  ¿Cree que subirá?  Suponga que la levadura no es buena.  Usé la de la lata nueva.  La señora Lynde dice que hoy día uno nunca está seguro de obtener buena levadura, ahora que todo está tan adulterado.  Dice también que el gobierno debería tomar cartas en el asunto, porque nunca llega el día en que un gobierno tory haga algo.  Marilla, ¿qué haremos si el pastel no sube?.
- Hay muchas cosas para comer – fue la manera desapasionada de Marilla de contemplar el asunto.
  El pastel subió, sin embargo, y salió del horno tan ligero como una esponja.  Ana, roja de placer, le puso la capa de jalea y vio en su imaginación a la señora Allan comiéndola y probablemente pidiendo otra porción.
- Pondrá el mejor juego de té, desde luego, Marilla – dijo Ana –.  ¿Puedo adornar la mesa con helechos y rosas silvestres?.
- Me parece que es una tontería – respondió Marilla –.  En mi opinión, lo que cuenta es la comida y no esa inútil decoración.
- La señora Barry tenía decorada su mesa – dijo Ana, que no estaba privada del todo de la inteligencia de la serpiente –, y el ministro le hizo un cumplido por ello.  Dijo que era tanto una fiesta para los ojos como para el paladar.
- Bueno, puedes hacer lo que quieras – dijo Marilla, determinando que no sería sobrepasada ni por la señora Barry ni por ninguna otra –.  Ten cuidado de dejar sitio suficiente para los platos y la comida.
  Ana se puso a decorar la mesa de una forma que habría de dejar muy atrás a la señora Barry.  Con un excelente sentido artístico y abundancia de helechos y rosas, la mesa quedó tan bonita que el ministro y su esposa expresaron a coro su excelencia.
- Ha sido cosa de Ana – dijo Marilla haciendo justicia, y la niña sintió que la aprobadora sonrisa de la señora Allan era demasiada felicidad para este mundo.
  Matthew estaba allí, medio engañado como sólo Dios y Ana sabían.  Había caído en un estado tal de timidez y nervios, que Marilla le dejó, desesperada, pero Ana se ocupó de él con tanto éxito que ahora se hallaba sentado con sus mejores ropas y cuello blanco, hablando con no poco interés con el ministro.  No le dirigió la palabra a la señora Allan, pero eso hubiera sido mucho pedir.
  Todo fue perfectamente hasta que le tocó el turno al pastel de Ana.  La señora Allan, que se había servido una cantidad enorme de todo lo demás, declinó.  Pero Marilla, viendo la desilusión en la cara de Ana, dijo sonriendo:
- Debe usted servirse un trozo, señora Allan.  Ana la hizo especialmente para usted.
- En ese caso, lo probaré – dijo la señora Allan, tomando un trozo, al igual que su marido y Marilla.
  La esposa del ministro tomó un bocado y una expresión muy peculiar cruzó su cara; sin embargo, no dijo una sola palabra, sino que la comió lentamente.  Marilla vio la expresión y se apresuró a probarlo.
- ¡Ana Shirley! – exclamó –.  ¿Qué es lo que has puesto al pastel?.
- Nada más que lo que decía la receta, Marilla – gritó Ana –.  ¿No está bueno?.
- ¿Bueno?  Es simplemente horrible.  Señora Allan, no trate de comerlo.  Pruébalo, Ana.  ¿Qué le has puesto?.
- Vainilla – dijo Ana, con la cara escarlata por la mortificación –.  Nada más que vainilla. 
Oh, Marilla, debe haber sido la levadura.  Sospecho que la lev...
- ¡No puede ser!  Tráeme la botella de vainilla que empleaste.
  Ana voló a la despensa y volvió con una pequeña botella parcialmente llena de un líquido pardusco y con una etiqueta amarilla: “Vainilla superior”.
  Marilla lo tomó, le quitó el tapón y lo olió.
- Por todos los santos, Ana, has condimentado el pastel con linimento.  Rompí la botella la semana pasada y puse lo que quedó en una botella vacía de vainilla.  Supongo que tengo parte de la culpa, debí haberte avisado.  ¿Pero cómo es que no lo oliste?.
  Ana si disolvió en lágrimas ante su terrible desgracia.
- No podía; ¡tenía un resfriado tan terrible! – dijo y echó a correr hasta su habitación, donde se tiró sobre la cama y lloró como alguien que se niega a ser reconfortado.
  De pronto, sonaron ligeros pasos en la escalera y alguien penetró en la habitación.
- Oh, Marilla – sollozó Ana sin mirar –.  Estoy en desgracia para siempre.  Nunca podré sobrevivir a esto.  Se sabrá; las cosas siempre se saben en Avonlea.  Diana me preguntará cómo salió el pastel y tendré que decirle la verdad.  Seré señalada siempre como la niña que condimentó un pastel con linimento.  Gil... los muchachos del colegio nunca acabarán de reír.  Oh, Marilla, si tiene una chispa de caridad cristiana, no me diga que tengo que bajar a fregar después de esto.  Lo haré cuando se hayan retirado el ministro y su esposa, pero no puedo volver a mirar a la cara a la señora Allan.  Quizá piense que traté de envenenarla.  La señora Lynde dice que conoce una huérfana que trató de envenenar a su benefactora.  Pero el linimento no es venenoso.  Es para consumo humano, aunque no en pasteles.  ¿Se lo dirá a la señora Allan, Marilla?.
- ¿Qué te parece si se lo dices tú misma? – dijo una voz alegre.
  Ana se levantó para encontrar a la señora Allan de pie junto a su cama, contemplándola con ojos sonrientes.
- Mi querida chiquilla, no debes llorar así – dijo, realmente turbada por la trágica cara de Ana –.  Es un divertido error que cualquiera puede cometer.
- Oh, no, me duele mucho haberlo cometido – dijo Ana tristemente –, quería que el pastel estuviera buenísimo.
- Lo sé, querida.  Y te aseguro que aprecio tu bondad y sensatez igual que si hubiera resultado excelente.  Bueno, ahora no debes llorar más.  Debes bajar a enseñarme el jardín.  La señorita Cuthbert me dijo que tienes una parcela propia.  Quisiera verla, porque me interesan mucho las flores.
  Ana se dejó llevar, reflexionando que era realmente providencial que la señora Allan fuera un espíritu gemelo.  Nada más se dijo del pastel de linimento, y cuando se fueron los huéspedes, Ana se dio cuenta de que había disfrutado más de esa tarde de lo que fuera dado esperar, considerando el terrible incidente.  A pesar de todo, suspiró profundamente.
- Marilla, ¿no es hermoso pensar que mañana es un nuevo día, todavía sin errores?.
- Te puedo garantizar que cometerás bastantes – respondió Marilla –.  Nunca pareces terminar, Ana.
- Sí, y bien que lo sé – admitió tristemente la niña –.  Pero no sé si habrá notado una cosa buena en mí: nunca cometo dos veces el mismo error.
- No sé de qué te sirve, si siempre descubres errores nuevos.
- ¿Pero no lo ve, Marilla?  Debe haber un límite en los errores que puede hacer una persona y cuando llegue al final, habré acabado con ellos.  Es un pensamiento muy reconfortante.
- Bueno, será mejor que le lleves el pastel a los cerdos – dijo Marilla –.  No lo puede comer ningún ser humano, ni siquiera Jerry Boute.

Ana de las tejas verdesWhere stories live. Discover now