El recodo del camino

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Marilla fue a la ciudad al día siguiente, regresando al atardecer.  Ana había ido a “La Cuesta del Huerto” y regresó para encontrar a Marilla en la cocina, sentada frente a la mesa, con la cabeza apoyada en la mano.  Nunca había visto a Marilla tan quieta.
- ¿Está muy cansada, Marilla?.
- Sí... no..., no lo sé – dijo Marilla lentamente, alzando la vista –.  Supongo que estoy cansada, pero no había pensado en ello.  No es ésa la razón.
- ¿Vio usted al oculista?  ¿Qué le dijo?.
- Sí, le vi.  Me examinó los ojos.  Dice que si abandono por entero la lectura y la costura y cualquier otra clase de trabajo que canse los ojos, si tengo cuidado de no llorar y si llevo los lentes que me ha recetado, cree que mis ojos no empeorarán y se me curarán los dolores de cabeza.  En caso contrario, dice que estaré completamente ciega en seis meses.  ¡Ciega!  ¡Ana, piensa en ello!.
  Ana quedó silenciosa.  Le parecía que no podía pronunciar palabra.  Entonces dijo valientemente, no sin un temblor en la voz.
- Marilla, no piense en eso.  Le han dado esperanza.  Si tiene cuidado, no perderá la vista por completo; y es muy posible que los lentes le curen los dolores de cabeza.
- No me parece que haya muchas esperanzas – dijo Marilla amargamente –.  ¿Para qué viviré si no puedo ni leer, ni coser, ni hacer cosas por el estilo?  Mejor sería estar ciega... o muerta.  En lo que se refiere a llorar, no puedo evitarlo cuando me siento sola.  Pero no se gana nada con hablar de ello.  Te agradecería que me preparases una taza de té.  Estoy exhausta.  No digas nada a nadie sobre esto por un tiempo.  No podría resistir que los amigos vinieran a hacer preguntas, a apiadarse de mí y a charlar sobre ello.
  Cuando Marilla hubo cenado, Ana la convenció de que se acostara.  Entonces se trasladó a la buhardilla y se sentó junto a la ventana, sola con sus lágrimas y su tristeza en el corazón.  ¡Cuánto habían cambiado las cosas desde que se sentara allí la noche siguiente a su regreso!  Entonces se sentía llena de esperanzas y alegría y el futuro parecía prometedor.  Ana tenía la sensación de que habían pasado varios años desde entonces, pero antes de que se acostara, en sus labios tenía una sonrisa y en su corazón, paz.  Había mirado valerosamente a la cara a su deber y lo encontró amigable, como siempre se encuentra cuando lo enfrentamos francamente.
  Una tarde, pocos días después, Marilla volvió lentamente del prado, donde había estado hablando con un visitante; un hombre a quien Ana conocía de vista como John Sandler, de Carmody.  Ana caviló qué habrían hablado para que Marilla trajera esa expresión. - ¿Qué quería el señor Sandler, Marilla?.
  Marilla se sentó junto a la ventana y miró a Ana.  A pesar de la prohibición, había lágrimas en sus ojos y dijo a Ana con voz quebrada:
- Supo que quería vender “Tejas Verdes” y quiere comprarla.
- ¡Comprarla!  ¿Comprar “Tejas Verdes”? – Ana pensó que había oído mal –.  Oh, Marilla, ¿no pensará vender “Tejas Verdes”?.
- Ana, no sé qué otra cosa puede hacerse.  Lo he pensado mucho.  Si mis ojos estuvieran fuertes, podría quedarme y administrarla con un buen empleado.  Pero como estoy, no puedo.  Quizá pierda la vista del todo y quede inútil para administrarla.  Oh, nunca pensé que vería el día en que tendría que vender mi casa.  Pero las cosas irán de mal en peor, hasta que llegará el momento en que nadie querrá comprarla.  La quiebra del banco se llevó todo nuestro dinero y deben pagarse algunos pagarés que firmó Matthew el otoño pasado.  La señora Lynde me aconseja que venda la granja y me hospede en cualquier parte; supongo que con ella.  No se obtendrá mucho; es pequeña y los edificios viejos. 
Pero será suficiente como para vivir.  Me alegro de que poseas esa beca, Ana.  Lamento que no tengas un hogar donde pasar las vacaciones, pero supongo que te arreglarás.
  Marilla cedió y se echó a llorar amargamente.
- No debe vender “Tejas Verdes” – dijo Ana resueltamente.
- Oh, Ana, quisiera no tener que hacerlo.  Pero tú misma puedes verlo.  No puedo quedarme aquí sola.  Enloquecería de dolor y soledad.  Y mi vista desaparecería; lo sé.
- No tendrá que quedarse aquí sola, Marilla.  Yo estaré con usted.  No voy a Redmond.
- ¡Que no vas a Redmond! – Marilla alzó su arrugada cara de entre sus manos y contempló a Ana –.  ¿Qué quieres decir?.
- Lo que oye.  No voy a aceptar la beca.  Lo decidí la noche después de que usted regresó de la ciudad.  Seguramente que no irá a pensar que la dejaré sola en su dolor, Marilla, después de todo cuanto ha hecho por mí.  He estado pensando y trazando planes.  Déjeme que le cuente mis proyectos.  El señor Barry quiere arrendarnos la granja el año próximo, de manera que no tendrá que preocuparse por ese lado.  Yo enseñaré.  He solicitado el colegio local, pero no sé si lo obtendré, pues tengo entendido que los síndicos se lo han prometido a Gilbert Blythe.  Pero puedo tener la escuela de Carmody.  El señor Blair me lo dijo anoche.  Desde luego, no será tan conveniente como enseñar en Avonlea.  Pero me puedo quedar a vivir aquí y desplazarme todos los días hasta Carmody, por lo menos durante el buen tiempo.  Hasta en invierno puedo venir a casa los viernes.  Guardaremos un caballo para eso.  Oh, lo tengo todo planeado, Marilla.  Y le leeré y la mantendré alegre.  No se sentirá ni triste ni sola.  Y seremos felices juntas, usted y yo.
  Marilla había escuchado como en sueños.
- Oh, Ana, sé que me las podría arreglar muy bien si tú estuvieras aquí, pero no puedo dejar que te sacrifiques por mí.  Sería terrible.
- ¡Tonterías! – Ana rió alegremente –.  No hay sacrificio.  Nada sería peor que dejar “Tejas Verdes”; nada podría herirme más.  Debemos guardar este viejo y querido lugar.  Ya estoy decidida, Marilla.  No voy a Redmond y sí voy a quedarme aquí a enseñar.  No se preocupe lo más mínimo por mí.
- Pero tus ambiciones y...
- Tengo tantas ambiciones como siempre.  Lo único que ha cambiado es el objeto de ellas.  Seré una buena maestra y salvaré su vista.  Además, tengo pensado estudiar en casa y tomar un pequeño curso.  Oh, tengo docenas de planes, Marilla.  Los he estado pensando durante una semana.  Daré lo mejor de mi vida y la vida me devolverá lo mejor de ella.  Cuando dejé la Academia, la vida parecía extenderse recta como un largo camino.  Parecía perderse en el horizonte.  Ahora hay un recodo en ese camino.  No sé qué habrá tras él, pero creeré que será lo mejor.  Esa curva posee cierta fascinación, Marilla.  Pienso cómo será el camino tras ella.  Lo que hay de verde gloria y de luz y sombra suave; qué nuevos paisajes; qué nuevas bellezas; qué curvas, colinas y valles se extienden más allá.
- No sé si debería dejarte abandonarla – dijo Marilla, refiriéndose a la beca.
- Pero si no puede evitarlo.  Tengo dieciséis años y medio y “soy terca como una mula”, como me dijo una vez la señora Lynde – dijo Ana –.  Oh, Marilla, no me tenga lástima.  No me gusta que se compadezca de mí y no hay necesidad de ello.  El solo pensar en quedarme en “Tejas Verdes” me alegra el corazón.  Nadie la querrá como usted y yo, de manera que debemos quedarnos en ella.
- Bendita muchacha – dijo Marilla cediendo –.  Siento como si me hubieras inyectado una nueva vida.  Sospecho que debería azotarte y mandarte a Redmond, pero sé que no puedo, de manera que no lo intentaré.
  Cuando se corrió la voz en Avonlea de que Ana Shirley había abandonado la idea de aceptar la beca y tenía intenciones de permanecer allí y enseñar, se discutió bastante el asunto.  La mayoría de la buena gente, que nada sabía sobre los ojos de Marilla, lo creyó una tontería.  La señora Allan, no.  Se lo dijo a Ana con tales palabras de aprobación que la hizo llorar. 
Tampoco lo consideró así la buena de la señora Lynde.  Llegó un atardecer y encontró a Ana y Marilla en la puerta principal, disfrutando del cálido y perfumado crepúsculo.  Les gustaba sentarse allí cuando caía el sol; las mariposas blancas volaban por el jardín y el olor a menta llenaba el húmedo aire.
  La señora Rachel depositó su sustancial persona sobre el poyo de piedra, tras el cual crecía una alta planta de rojas y amarillas malvas, con un largo respiro, mezcla de fatiga y alivio.
- Confieso que me alegro de sentarme.  He estado de pie todo el día y cien kilos de peso son una buena carga para que un par de pies la lleven de un lado a otro.  Es una bendición no ser gorda, Marilla.  Espero que usted la aprecie.  Bueno, Ana, he oído que has abandonado tu intención de seguir estudiando.  Me alegra de veras saberlo.  Tienes tanta educación como la que puede sufrir una mujer con comodidad.  No creo en eso de las muchachas yendo a la escuela secundaria con los varones y atiborrándose la cabeza con griegos y latines y tonterías por el estilo.
- Pero si voy a estudiar griego y latín, señora Lynde – dijo Ana riendo –.  Seguiré el curso en “Tejas Verdes” y estudiaré las mismas cosas que en el colegio secundario.
  La señora Lynde alzó sus manos en sagrado terror.
- Ana Shirley, te matarás.
- No.  Tendré éxito.  No voy a excederme.  Tengo muchísimo tiempo libre durante las largas noches de invierno y no tengo ningunas ganas de hacer el tonto.  Enseñaré en Carmody, ¿sabes?.
- No lo sé.  Sospecho que enseñarás en Avonlea.  Los síndicos han decidido darte el colegio.
- ¡Señora Lynde! – gritó Ana, saltando sobre sus pies de la sorpresa –.  Pero si yo creía que se lo habían prometido a Gilbert Blythe.
- Así fue.  Pero tan pronto Gilbert supo que tú lo habías solicitado, fue a verlos; sabrás que anoche tenían una reunión en el colegio, y les dijo que retiraba su solicitud y sugería que aceptaran la tuya.  Dijo que enseñaría en White Sands.  Estoy segura de que dejó el colegio para beneficiarte, porque sabía cuánto querías quedarte con Marilla, y debo decir que fue muy bueno y sensato de su parte, eso es.  Es un verdadero sacrificio, también, pues tendrá que pagarse el alojamiento en White Sands y todo el mundo sabe que deberá ganarse el pago de sus estudios.  De manera que los síndicos decidieron emplearte a ti.  Me alegré muchísimo cuando Thomas vino a decírmelo.
- No creo que deba aceptarlo – murmuró Ana –.  Quiero decir, no pienso que debería dejar que Gilbert haga tal sacrificio por... por mí.
- Sospecho que ya no puedes evitarlo.  Ha firmado con los síndicos de White Sands.  De manera que de nada serviría que ahora te negaras.  Desde luego que te harás cargo del colegio.  Te irá muy bien, ahora que ya no quedan Pye.  Josie fue la última, lo cual es una suerte.  Durante los últimos veinte años ha habido algún Pye en el colegio y sospecho que su misión en la vida era recordar a los maestros que la tierra no era su mundo.  ¿Qué quieren decir esas luces en la buhardilla de los Barry?.
- Diana me hace señas de que vaya – dijo Ana –.  Ya sabe que seguimos la vieja costumbre.  Perdóneme si voy a ver qué desea.
  Ana descendió como un ciervo por la cuesta de los tréboles y desapareció entre las sombras del Bosque Embrujado.  La señora Lynde la contempló indulgente.
- Todavía tiene mucho de niña.
- Pero también hay mucho de mujer – respondió Marilla, con un momentáneo retorno a su vieja hosquedad.
  Pero la hosquedad ya no era el carácter distintivo de Marilla.  La señora Lynde le dijo a Thomas esa noche:
- Marilla Cuthbert se ha vuelto melosa.  Eso es.
  Ana fue la tarde siguiente al pequeño cementerio de Avonlea, a poner flores frescas en la tumba de Matthew y regar la rosa de Escocia.  Se quedó allí hasta el anochecer, gozando de la paz y tranquilidad del lugar; el murmullo de los álamos era cual una suave y gentil conversación con la hierba que crecía libremente entre las tumbas.  Cuando partió por fin y bajó la larga colina que moría en el Lago de las Aguas Refulgentes, ya hacía tiempo que había caído el sol y toda Avonlea estaba ante ella, iluminada por la mortecina luz, “el fantasma de una antigua paz”.  En el aire había una frescura como si el viento hubiera soplado sobre los dulces campos de tréboles.  Las luces de las casas parpadeaban aquí y allá entre los árboles.  A lo lejos estaba el mar, brumoso y púrpura, con su murmullo incesante y embrujador.  El occidente era una gloria de suaves tonos y la laguna los reflejaba en todas sus gamas.  La belleza hizo estremecer el corazón de Ana y, agradecida, le abrió las puertas de su alma.
- Mi mundo querido – murmuró –, eres muy hermoso y me alegra vivir en ti.
  A mitad del camino en la colina, un muchacho alto salió silbando de la puerta de la casa de los Blythe.  Era Gilbert, y el silbido murió en sus labios cuando reconoció a Ana.  Se quitó cortésmente la gorra, pero hubiera cruzado en silencio si Ana no se hubiera detenido, alargándole la mano.
- Gilbert – dijo, con las mejillas rojas –, quiero agradecerle que me cediera el colegio.  Ha sido un gran detalle de su parte y quiero que sepa cuánto lo agradezco.
  Gilbert tomó ansiosamente la mano que le ofrecían.
- No fue nada particularmente bueno de mi parte, Ana.  Me gustó prestar algún pequeño servicio.  ¿Vamos a ser amigos después de esto?  ¿Me has perdonado de verdad mi vieja culpa?.
  Ana rió y trató sin éxito de retirar su mano.
- Ya te perdoné aquel día en el embarcadero.  Fui una estúpida cabezota.  Desde entonces, debo confesarte, lo he sentido terriblemente.
- Seremos los mejores amigos – dijo Gilbert jubilosamente –.  Hemos nacido para serlo, Ana.  Has burlado al destino mucho tiempo.  Sé que nos podemos ayudar uno a otro de muchas maneras.  Tú vas a continuar estudiando, ¿no es así?  Yo también.  Vamos, te acompañaré a casa.
  Marilla miró curiosamente a Ana cuando ésta entró en la cocina.
- ¿Quién venía contigo por el sendero, Ana?.
- Gilbert Blythe – respondió Ana, avergonzada de encontrarse sonrojada –.  Lo encontré en la colina de los Barry.
- No creí que tú y Gilbert fuerais tan buenos amigos como para estar charlando media hora en la puerta – dijo Marilla con una seca sonrisa.
- No lo éramos; fuimos buenos enemigos.  Pero hemos decidido que será más sensato ser buenos amigos en el futuro.  ¿Estuvimos de verdad media hora?  Parecieron unos pocos minutos.  Es que tenemos cinco años de silencio que vencer.
  Ana se sentó junto a su ventana acompañada de un alegre sentimiento.  El viento soplaba suavemente entre las cerezas y llegaba el olor de la menta.  Las estrellas titilaban sobre los pinos del valle y la luz de Diana brillaba en la distancia.
  El horizonte de Ana se había cerrado desde la noche en que se sentó allí a su regreso de la Academia; pero si la senda ante sus pies había de ser estrecha, sabía que las flores de la tranquila felicidad la bordearían.  La alegría del trabajo sincero, de la aspiración digna y de la amistad sería suya; nada podía apartarla de su derecho a la fantasía o del mundo ideal de sus sueños.  ¡Y siempre estaba el recodo del camino!.
- “Gloria a Dios en las Alturas, y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad” – murmuró suavemente Ana.

Ana de las tejas verdesWhere stories live. Discover now