Prólogo

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En un soleado y caluroso día de verano de enero de 1985, Carmen Lara, joven santiaguina proveniente de una populosa población de la periferia de la ciudad, se enfrentaba por primera vez al trabajo. Miraba el edificio con cierto asombro, y a la vez, con una punzada de envidia y un mal sabor de boca por lo injusto que era nacer en el lugar equivocado y en la familia equivocada.

Con diecisiete años, esta era su primera incursión en el mundo laboral, en su familia el sueldo no alcanzaba solo con el trabajo de su padre, debido a que su madre no se le permitía, ya que debía hacerse cargo de criar cuatro hermanos más. Así que a Carmen no le quedó otra opción que dejar sus estudios, y responder a un anuncio en el diario para trabajar como empleada doméstica puertas adentro. De esa manera, podría aportar en su hogar sin la necesidad de generar un gasto a su familia y ahorrar dinero.

Con lo que no contó la dulce e inocente Carmen, fue que su nuevo patrón era un atractivo hombre de casi cuarenta años, de unos ojos verdes cautivadores, soltero y sin hijos, pero con una ajetreada vida social y laboral, por lo que necesitaba que alguien le cocinara y que mantuviera su departamento en Providencia siempre de punta en blanco.

Frederick Holt, era un buen hombre, justo y puntual pagando el sueldo, trataba bien y con respeto a Carmen, pero al fin y al cabo era humano y tenía sangre en las venas. La joven que dejaba su hogar impecable y cocinaba exquisiteces, también era hermosa, madura, inteligente pero inculta e ignorante, mas su inocencia lo maravillaba y eclipsaba esa diferencia abismal entre sus dos mundos.

No pasaron muchos meses hasta que no soportó la tentación, y sucumbió al deseo que siempre sintió por Carmen, y ella, simplemente, no se resistió al encanto y su corazón no pudo oponerse a ese enamoramiento colosal que sentía por su patrón. Frederick fue el primer y único hombre que la trató con dulzura, respeto y cariño, a diferencia de su padre que era autoritario y sus muestras de amor eran mínimas.

Dieron rienda suelta a ese romance libre y sin restricciones entre esos fogosos meses de septiembre y octubre, hasta que la menstruación con precisión de reloj de Carmen, se atrasó. Ella lo supo sin dudar, que esperaba un hijo de Frederick. Su primer impulso fue ocultarlo; su madre poco y nada le había dado educación sexual, y su padre solo amenazaba que, guachos en su casa no habrían. Con el tiempo Carmen se dio cuenta que era inútil seguir escondiendo su verdad, y cuando cumplió tres meses de embarazo, no soportó más y se lo confesó a Frederick sabiendo que probablemente esa sería la última conversación con él... ¿Qué esperanza tenía ella de que el patrón se casara con ella? ¡Ninguna! Pero debía contárselo, necesitaba ayuda, saber qué hacer con ese hijo que ya amaba con todo su ser.

Sus miedos se cumplieron, esa fue la última conversación que tuvo con Frederick, pero no de la forma que esperaba. Al decir las palabras «estoy embarazada», él sonrió de una forma que solo describía dicha, la abrazó y la besó profundo sin importarle nada. Pero esa felicidad se borró de inmediato de su rostro por un dolor fulminante en el pecho que lo dejó inerte sobre el sofá.

Frederick murió ante sus ojos por un ataque al corazón.

Desesperanzada, desesperada, y con el alma hecha pedazos, Carmen llamó a carabineros y declaró que lo encontró muerto en medio del living. ¿Qué más podía hacer ella? Joven e ignorante, sin saber qué hacer o a quién recurrir. Lo más seguro era que los familiares nunca le iban a creer que el bebé que llevaba en sus entrañas era hijo de Frederick, ya conocía a la madre de él, la miraba con desidia como si fuera una leprosa que no debía respirar el mismo aire que su único hijo.

Carmen estaba de nuevo, en un callejón sin salida. La felicidad solo le duró quince segundos, literalmente.

Volvió a su hogar, cargando su maleta, el pago por los últimos días trabajados, el corazón destrozado y un bebé creciendo en su vientre. Entró llorando y soltó la bomba a sus padres, ¡qué más daba!, no iba a ser peor que la muerte de Frederick —al menos eso ella pensaba—. Se ganó las recriminaciones de su madre, las bofetadas de su padre, y el mandato de que ese guacho no iba a ser mantenido por él y que no nacería fuera de un matrimonio, si no pasaba eso, tendría que abortarlo o por último abandonarlo en un hogar de menores.

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