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Ana y Arturo llegaron eso de las ocho de la tarde a la Confitería Torres. A Ana le pareció que su padre había cometido un desatino al citarse con ese sujeto en un lugar donde solo se podían ver personas que, al menos en apariencia, tenían más capital cultural y educacional que el susodicho asesor de su padre. Ya estaba pensando seriamente en que la insinuación de Joaquín tenía bases sólidas, su padre estaba perdiendo el juicio.

Al entrar, ambos buscaron con la mirada. Ana no encontró ningún tipo vestido con alguna llamativa tenida deportiva que desentonara con el lugar. Su padre empezó a internarse en el comedor caminando seguro hacia un rincón relativamente íntimo. Extrañada, siguió a Arturo hasta que se detuvo frente a una mesa donde había un hombre que leía un diario y les daba la espalda. Una espalda muy ancha cubierta en un ajustado traje oscuro.

—Buenas tardes, señor Holt —saludó Arturo con un tono familiar y un tanto socarrón.

El señor Holt, cerró el diario, lo dobló y se levantó de su silla para saludar a Arturo.

Dios, sí que era alto.

Si la mandíbula de Ana hubiera podido caerse hasta el suelo en ese mismo instante, lo habría hecho. Se salvó de dar un espectáculo solo porque ella pudo contener el impulso de abrirla. Pero la reacción que no pudo reprimir fue abrir los ojos de manera desmedida al observar una transformación prodigiosa.

El tipo era como sacado de una revista de Men's Health o GQ.

De sapo a príncipe. Sin cadenas evolutivas. Darwin estaría en extremo impresionado, el señor Holt sería objeto de estudio... uno muy, muy exhaustivo.

—Buenas tardes, Arturo —saludó con una sonrisa varonil y seductora ignorando a propósito a Ana. Para él fue evidente la monstruosa sorpresa de ella al verlo. Jason disfrutaba hacer esa jugarreta, le permitía medir a las personas.

Ana pasó la prueba por un pelo, Joaquín la reprobó estrepitosamente.

—Jason, te presento a Ana, mi hija y mano derecha. Ana, él es Jason Holt, detective privado.

A Ana le costó un par de segundos reaccionar. No podía quitarle los ojos de encima a Jason. No porque el infeliz se viera más atractivo que en la tarde, sino porque el cambio era abrumador. Desconcertante.

El condenado era hermoso.

Diablos, ella tenía novio. Los demás hombres no existían para ella, de hecho nunca nadie había existido antes. ... Hasta ahora. Sí, Ana admitía que era capaz de apreciar de manera objetiva a un hombre atractivo, pero este en particular le provocaba una duda acuciante... un atisbo de deseo.

Debía ser ciega, no mirarlo directo... Esos ojos tan verdes... ¡No lo mires a los ojos!

—Buenas tardes, Ana. —Jason extendió su mano y Ana casi por inercia respondió—. Su padre me ha hablado mucho de usted —comentó para romper el hielo—. Un placer.

También debía ser sorda... La voz de él era como el terciopelo cuando hablaba como un hombre civilizado. En su faceta flaite usaba un tono nasal y se comía todas las «s», «d» y «r». Casi provocaba dolor de oído escucharlo de ese modo.

Pero ahora... sí era un placer también para ella.

—Buenas tardes —balbuceó lacónica, sintiéndose torpe por no poder hilar un saludo coherente.

Al parecer, había quedado muda también.

Ciega, sorda, muda. El hombre era una triple amenaza.

Internamente Jason se estaba dando un festín con la evidente reacción de Ana. Ella era la personificación de todo lo inalcanzable para él en un periodo lejano de su vida. Una mujer natural, educada, inteligente, virtuosa, hermosa —él la consideraba así, tal vez a otros hombres no les gustan mucho las mujeres que tengan carácter y que ostenten cejas más gruesas de lo «normal»—. Sí, ella era de las que en su juventud solo podía mirar.

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