Capítulo 3: El segundo invierno

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Ello prefería hacer de cuenta que nunca hubo tal boda y que en realidad se trató de una pesadilla, llena de nuevos parientes igual y más despreciables que los tres Henley que había conocido hasta entonces, donde su madre dedicaba sonrisas forzadas a todo el que se le aproximaba. Estuvo hermosa en su segunda boda, con un vestido blanco de encaje tan bello que parecía la reina de los ángeles, de no ser porque llevó su cabello recogido. Evitó mirar cuando ella y el señor Henley se besaron en los labios, de todas formas tampoco se perdió de mucho; fue un beso tan rápido que los invitados en las últimas filas lo percibieron como un roce veloz.

Empezó a pasar bastante tiempo en su habitación, con tal de evitar a los niños Henley, quienes le molestaban llamándolo por ese diminutivo que le resultaba ofensivo, sólo salía para recoger trufas con sus jabalís o dormir siestas con ellos. Rupert y Wilfred lo persiguieron en una ocasión sin que se percatara, y le contaron a su padre que vieron a su hermanastro durmiendo con los jabalís. Desde ese día, bajo las órdenes del nuevo señor de la casa, los sirvientes comenzaron a vigilarlo como si se tratara de un ladrón de baratijas y no le permitían pasar más tiempo con sus mascotas que el que empleaba en el rastreo de trufas. Ello estaba furioso, detestaba sentirse preso en su propio hogar, y descargaba toda su ira golpeando las paredes de su habitación y pinchando a su instructor repetidas veces con el sable de esgrima. Se había vuelto muy tenso y explosivo. Le contestaba mal a todo el mundo, tanto a los sirvientes, su nana, las visitas y a su propia madre. No le importaba que ella o los Henley le abofetearan por alzarles la voz o insultarlos en el caso de los chicos. En pocos meses pasó de sr un niño risueño y revoltoso a una bomba de tiempo que no le dirigía la mirada a nadie a menos que se viera forzado a hacerlo.

Un nuevo invierno llegó, y esa vez no quedaron aislados más que un par de semanas por las tormentas de nieve. En la fiesta de Navidad, nadie pudo asistir debido a lo intransitable que se hallaban los caminos, y la misa de noche buena se vio suspendida a causa del derrumbe del tejado de la capilla.

Esa noche se reunieron alrededor de la chimenea de la sala de estar a orar por el nacimiento de Jesucristo, Ello mantuvo sus ojos abiertos, observando al resto, fantaseando con la idea de que las chispas del fuego saltaran a los cabellos de los Henley y se carbonizaran de la cabeza a los pies en cuestión de minutos. Oyó a su madre toser y no le dió mucha importancia, hasta que lo hizo sin pausa, llamando la atención de todos los allí presentes. El reverendo le dió de palmadas en la espalda y la mujer escupió su propia sangre con bilis. Los niños Henley salieron corriendo de allí, asqueados por la escena, pero Ello se quedó junto a su madre, paralizado por el miedo y muy preocupado. El reverendo llevó a su esposa a su habitación y mandó a buscar un doctor de inmediato. Fue necesario que le apuntara a uno de los empleados de la caballería con un revólver para que éste saliera disparado en medio de la tormenta, y recién a la mañana siguiente, uno de los mejores médicos del poblado se presentó en su morada. El doctor revisó a la paciente, y al palpaar su estómago ella se retorció gimiendo adolorida. Le levantó la falda del vestido y detectó, a simple vista, enormes manchones violáceos en su abdomen, signo de una hemorragia interna. Le preguntó al reverendo si su esposa había ingerido algún alimento con huesos o espinas, y él le aclaró que sólo habían cenado pavo. Entonces recordó que Helen había estado con arcadas antes de arrodillarse a orar pero que le dijo que no se trataba de nada grave. Para cuando el doctor dió su diagnóstico, ya era demasiado tarde; Ello se arrepentiría toda su vida de haber ingresado a la habitación de su madre y su padrastro, esquivando a los sirvientes que le impedían el paso, en el preciso momento en que ella regurgitaba coágulos de sangre y caía al suelo desmayada.

La enfermera que acompañaba al médico gritaba horrorizada, el reverendo cayó de rodillas sosteniendo a Helen, tratando de reanimarla con golpecitos en las mejillas, el doctor revisaba nerviosamente su maletín tratando de dar con algún tipo de medicamento, y nuevamente, nadie se fijaba en Ello, quien observaba atónito y paralizado, escuchando los gritos de los presentes como si provenientes del fondo de un corredor, queriendo pero no pudiendo por propia voluntad, desviar su mirada de ese par de ojos en blanco, mucho más pálidos que la piel de la pobre mujer.

Cinder(Ello)Onde histórias criam vida. Descubra agora