Prólogo

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Desde el momento en el que nuestra existencia se hace palpable en el mundo, desde ese pequeño instante en el que abrimos los ojos a la realidad, una inconfundible palabra será la elegida para gobernarnos, descargando sobre ella todo lo dulce, cruel y catastrófico.

—Destino —escupió con sorna paladeando la agriura que se formaba en su boca por el sentimiento tan amorfo que aquel abominado vocablo originaba en lo más hondo de sus entrañas.

Siete letras vacías, pero con el filo suficiente para desgarrar el alma de cualquier incauto y marcarla para siempre. Vocablos ordenados con una letalidad contundente, asfixiante e indiscutible.

Dio una honda calada al cigarrillo que casi se consumía en la punta de sus dedos, soltando una pesada cortina de humo en su siguiente exhalación. Redirigió su atención hacía la multitud que, agolpada, se dispersaba para felicitar a la glamorosa pareja que minutos atrás había sellado sus votos de amor eterno uno frente al otro, teniendo al magnifico océano como testigo.

—Jodidos hipócritas —mencionó desdeñosa, agudizando sus azulosas pupilas hasta que estás adquirían un tono casi violeta y ese característico hilo empezaba a sobresalir en las manos de aquellos desdichados. El de todos ellos era igual. Siempre rojo, siempre indestructible—. Tan falsos —liberó el resto de colilla colocándose de nuevo los vistosos auriculares que silenciarían las fervientes risas y calurosas promesas, contrario a la imagen que la acompañaría aún si abandonaba el lugar. Esa en donde el otro extremo del galante novio permanecía arraigado en el meñique del amigo que estrechaba entre sus brazos y no en el de su bella novia, una que, sin presentirlo siquiera, admiraba por su parte las profundas aguas que, meciéndose entre sí, engullían su propio hilo, indicando que su otra parte le aguardaba en otro país o quizás otro continente fuera de los límites de esa playa. ¿Amor eterno? Sí, claro.

Amor y destino. Eran las fuerzas que coexistían entrelazadas, moviéndose juntas en una misma dirección, predisponiendo la vida de los mortales y condenando la suya. El tablero de ajedrez en donde las piezas son dispuestas premeditadamente, sumergidas en el fantasioso engaño del "nada es por casualidad". El consuelo con el que los mortales se confortan a lo largo de sus miserables vidas, buscando una esperanzadora excusa, un chispazo mágico que los anime a continuar por un sendero que, para su desventura, estaba escrito.

Olivia era un mero peón, una sorgina que tomaba su puesto dentro de los cuadros coloreados con negro o blanco, maldecida a repetir la misma monótona vida de su abuela y su madre antes que ella, ese era el dictamen que se regía en su sangre, el objetivo por el cual eran contados sus mezquinos días.

"El destino, es la magia que el cielo le otorga a los mortales para consolarlos".

Evocó la frase que su querida abuela articulaba al finalizar sus relatos, haciéndola por un breve lapso en creyente de lo imposible. Jamás las aceptó del todo, al menos no hasta ese día. Ese mero segundo, en donde su mundo siempre pintado de rojo era teñido por un vibrante color azul.

—No puede ser —articuló estupefacta, sintiendo la rebosante adrenalina fluir desmesurada por sus células, llenando sus poros de una energía que desconocía. Lo veía, tan claro que sus parpados ardían. Roto y azul. El hilo del chico que esperaba paciente el cambio de señal en el semáforo era diferente a todo lo que con anterioridad había visto.

¿El destino era algo predecible? Cuán equivocada estaba.


El Chico del Hilo AzulDonde viven las historias. Descúbrelo ahora