Capítulo 1.

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Perder al amor de tu vida es perderte a ti.

Es perder toda fe en el mundo.

Perder al amor de tu vida es perder la capacidad de sentir, de soñar y ser feliz.

Me habían arrebatado a Leah de la peor manera, y es que no sólo se habían llevado lo que más amaba en el mundo, también se habían llevado mis ganas mi fortaleza, mi corazón y felicidad. La rendición parecía la mejor opción cada que me despertaba sin ella a mi lado, me encontraba sumido en un agujero de constante desesperación, tristeza, furia y sed de venganza.

A veces, cuando la debilidad me ganaba e imaginaba que ella ya no volvería, el deseo morir llegaba a mí. Lo único que me mantenía con un poco de lucidez en esos dolorosos momentos era la esperanza de que Leah volviera. Rezaba cada día a la vida para que me la regresara, le rogaba que me perdonara por todo lo que había hecho mal, pero que me permitiera tener en mis brazos otra vez.

No era ella.

México había sido mi hogar durante estos últimos seis meses. Pasaba las veinticuatro horas del día buscando a Leah, esperando llamadas que dijeran donde estaba o si la habían visto. Mucha gente nos engañó al principio cuando pedimos su ayuda, intentaron mentirnos para recibir algún beneficio monetario y se aprovecharon de nuestra desesperación. Había perdido ya la cuenta de cuantas veces hablaron asegurando que habían visto a Leah, a Daniel o que juraban tener su paradero. La decepción de la mentira era siempre tan devastadora como la primera vez.

Debemos ir con él.

Fernando Gandhia deja el celular sobre su escritorio y lleva sus manos a su cara para después restregarlas con cansancio y desaprobación. Suspiro ante un veredicto que esperaba francamente y miro al techo.

El señor Gandhia llevaba una barba de tres días, su camisa de vestir blanca estaba arrugada y los primeros botones no estaban abotonados como debían. No tenía la corbata puesta, ésta se encontraba sobre su escritorio junto a mi teléfono.

— Federicco Alcántara no dirá nada —contesta con pesadez—. Hemos ido ya tres veces y no ha soltado ni una palabra.

Me enfurecía su negatividad. Últimamente parecía haberse dado por vencido, a todo le ponía pretexto y se quejaba. Era el padre de Leah, pero no lo parecía.

— ¡Pues vayamos una cuarta! —me paro de la silla desesperado con su actitud—. Debemos amenazarlo. Ya no es presidente, no saldrá afectado.

Alzo las manos, exasperado, para enfatizar mis palabras.

— No voy a mandar a golpearlo, entiéndelo —resopla—. La violencia no es siempre la mejor opción.

Observo en silencio como lleva una de sus manos hasta sus ojos y tras cerrarlos comienza a masajearlos.

— ¿Entonces qué más hacemos con él? —pregunto desesperado—. El hijo de puta no le manda cartas a su padre, no le llama y mucho menos va a visitarlo. Sabe que está vigilado y le advirtió, no es tonto, pero sé que él sabrá donde encontrarlos y si lo presionamos nos lo dirá.

Tras el secuestro de Leah, viajé a México y llegué a casa de los Gandhia para instalarme. En ese entonces esperaba y creía que sería por pocos meses. Esa noche encontré al padre de Leah destrozado tras la noticia y encerrado en el Palacio. Todos los de su consejo estaban sorprendidos y horas después se dio a conocer la noticia en los noticieros de todo el mundo, el jefe de prensa lo hizo debido a que el señor Fernando no estaba dispuesto. La prensa se volvió loca. En Estados Unidos, mi familia se la pasaba en casa debido a que si salían los paparazis los acosaban sin importar a donde fueran y México no fue menos, era imposible ir a algún lugar porque nos seguían y atacaban con sus preguntas.

Dulce tentaciónWhere stories live. Discover now