XLIV: El último sol

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El último sol era rojo y circular, como una corona de sangre.

Majestuoso y fatigado se hundía, necio en su trono itinerante, ajeno a los hechos que acontecerían esa noche en la capital de un reino menor.

La tarde languidecía sobre la ciudad y cuatro amigos se preparaban nerviosos para un rescate. Sus bolsos estaban llenos de estatuillas de cristal, los preciados tesoros de una madre. Desde la oscuridad del pasillo, un hermano los observaba.

A un país de distancia, una embarcación se preparaba para surcar los mares. Un anciano miraba hacia el poniente y acariciaba la piedra de su anillo negro. El paso final del gran plan sucedería en el antiguo continente, hogar de las tres potencias más sobresalientes del mundo moderno.

Una mujer cabalgaba a través del bosque liderando a su tropa. El hechicero que iba con ellos echó un último vistazo hacia atrás. Reparó en el pináculo distante, y en cielo despejado. Abrazó celosamente el morral que contenía la segunda parte, la más importante, del libro maldito.

Recorriendo las planicies con urgencia, un gusano transportaba a una sombra herida. Lejos y solitario había quedado el cuerpo del héroe de la armadura de plata.

Una reina se asomó a su balcón. Acalló las voces de su corazón, resolvió enterrarlas para siempre, y se atuvo a la sentencia que el juicio había arrojado. A la mañana siguiente ocurriría una ejecución.

Confinado en una celda oscura, la misma que su muchacha tan querida había ocupado un año atrás, el prisionero oraba. No era esa una de sus costumbres más habituales, pues nunca le había sido inculcada la plegaria. Esta vez, sin embargo, cerró los ojos y desde el fondo de su alma imploró a las seis divinidades que le dieran la oportunidad de luchar por su vida. No quería ser salvado por alguien más. Tan solo rogó por la posibilidad de demostrar que su voluntad de existir era tan fuerte como una flama avivada por el viento.

Si los inmortales oyeron o no, eso fue algo que el sol no supo, pues acababa de ser engullido por los edificios y las murallas de la capital.

Fue entonces, cuando el día concluyó, que la doncella envuelta en lianas abandonó su escondite y llegó hasta la plaza de las fuentes. Miró hacia el palacio, silencioso y despreocupado, y sonrió con satisfacción. Se sentía halagada por ser la elegida para llevar a cabo ese trabajo.

La mujer se inclinó y desplegó un pergamino con inscripciones arcaicas.

Eran los trazos del libro maldito.

Las líneas de tinta avanzaron sobre el suelo de piedra y se elevaron en el aire como rieles fantasmáticos.

Despacio, sin prisa, como un ojo adormilado, un anillo gigante apareció sobre el palacio. Era una cadena de símbolos alquímicos que chorreaban como hilos de agua sobre los tejados reales. Eran como arañas que con discreción se colaban a través de las rendijas, las grietas y las ventanas.

El último sol ya se había ido y la luna tiritaba de miedo cuando la Hora de las Sombras dio inicio. 

Etérrano II: El Hijo de las SombrasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora