Capítulo veintitrés

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NICHOLAS

Llevamos tres días en Brasil y la verdad es que nos lo estamos pasando muy bien en nuestra estancia: hemos hecho un viaje en un tren turístico infestado de niños y sus interminables chillidos, comprado en puestos de comida rápida para comer mientras paseábamos por la ciudad de São Paulo e incluso salido a bailar a dos pubs que estaban hasta arriba de gente.

En uno de ellos Sam conoció a un chico brasileño con el que estuvo bailando durante lo que parecieron horas, lo que consiguió molestarme e incluso despertarme algo de celos a los que realmente no les hice caso. Ninguno de los dos estaba haciendo nada malo, solo bailar tranquilamente mientras yo tomaba un refresco de naranja. Quizás si yo no hubiera rechazado su invitación de baile, ella nunca se hubiese buscado a una nueva pareja para ello.

Pero después de tantas cosas buenas, hoy por fin llegan los problemas. Esta mañana no es la mejor de mi vida y, de hecho, me encuentro tan mal que tengo muchísimas ganas de llorar con la esperanza de que eso calme la angustia que estoy sufriendo; la que hoy me está haciendo tocar hondo. Me siento muy cansado tanto física como mentalmente y mi cuerpo parece pesarme mucho más de lo habitual, como si me hubiese pasado por encima un camión cargado con un montón de piedras, provocando que mis fuerzas lleguen a pisar el nivel cero y mis ganas de vivir el menos cincuenta.

Estuve hablando con el tío Matt por videollamada para contarle el problema que me está surgiendo y él me dijo que podía ser algún efecto secundario de unas nuevas pastillas que me había traído personalmente a casa el día que me dijo que me quedaban cuatro meses aproximados de vida. Pero me avisó que sin verme que no puede garantizar nada así que, si me pongo peor —si cabe— debo visitar algún hospital cercano para que ellos me diesen un diagnóstico claro. Y si no, volver a casa, cosa que no está en mis planes.

Sam, al verme así de angustiado, decidió dejarme solo en la habitación para que yo tuviese mi propio espacio y ella se fue hasta la cafetería del hotel para encontrarse con la rubia del avión, con la que había hablado por mensajes para concertar la quedada que habían prometido hacer antes de que nosotros volviésemos a Londres.

Antes de irse me dejó muy claro que, si algo malo me sucede, lo primero que tengo que hacer es llamarla a ella sin importarme el molestarla. Y después de obligarme a prometérselo con la estúpida promesa del meñique —cosa muy típica de ella— por fin se fue a su estúpido encuentro.

Estoy enfadado conmigo mismo por estar arruinándole a Sam el viaje de graduación que tan merecido tiene por lo mucho que ha estudiado en este curso. Ella, con toda la ilusión del mundo, me ha elegido a mí entre muchos como su acompañante y yo, como siempre, me las arreglo para cagarla de una manera u otra. Tan enfadado estoy, que sin pensárselo ni dos veces daría dos meses de mi vida a cambio de no arruinarle el viaje, pero sé que esos pactos no son válidos con la vida. Y menos con la mía, que hace siempre lo que quiere.

—Hola, Nick —escucho como Sam habla con energía desde el pequeño hall que tiene nuestra habitación, la cual es bastante lujosa comparado con lo que yo puedo permitirme. Después escucho como se cierra la puerta y acto seguido unos pasos empiezan a acercarse hasta donde yo me encuentro—. ¿Qué tal estás? —pregunta—. ¿Mejor ahora que has descansado un poco de mí?

Decido no contestarle porque no me apetece mucho levantar la voz. No soy partidario de hacerlo y menos ahora, que no estoy de ánimos ni para eso, así que espero a que vuelva a donde yo me encuentro.

—¿Nick? —dice con tono de confusión al verme acostado en el sillón, justo en la misma posición que cuando ella se fue hace tres o cuatro horas.

Detrás de ella puedo ver a Abby, la rubia del avión, que nos mira como si fuésemos unos extraterrestres. No me molesto en saludarla, no estoy de ánimo para eso. Aunque siendo sincero quizás ni estando bien lo haría; ella no es de mi total agrado.

Eres eterno, NicholasWhere stories live. Discover now