IZZIA AL-JIZRA

12 3 2
                                    


Izzia se encontraba oculta en las sombras de la noche. El frío calaba los huesos pero a ella no le importaba, la habían entrenado para volverse invisible, para estar inmóvil durante horas, para reducir el ritmo de su corazón al mínimo. Y allí estaba ella, en la oscura intemperie de Rhondia.

Había dejado la ciudad de Taria unos días después del intento fallido de asesinato. Los guardias habían sacado algunas conclusiones respecto al perpetuador que había escapado. El asesino fallecido había asesinado a un guardia y se había vestido como ellos. El recuento había sido sencillo. En su caso, no faltaba nadie, además de ser una mujer, habían hecho una caza de brujas entre las sirvientas, pero ninguna respondía a la descripción que el joven Ar-Gun había dado. Los guardias no habían alertado a sus superiores, o escapar no hubiera sido tan sencillo. La única dificultad la tuvo con el viejo Turlo, que pretendió obligarla a quedarse para ser su "acompañante". Ella no dudó ni un momento en cortarle la garganta de punta a punta. Le repugnaba aquél hombre, le odiaba (aunque no quisiera enfrentarlo), asique se deshizo de él de manera rápida (aunque asegurándose que sufriera).

De allí, salió a toda prisa a las atareadas calles de la ciudad. Antes de irse decidió voltear para ver una vez más si alguien la seguía. Pudo ver al soldado con el que había pasado la noche del encargo, iba acompañado por media decena de guardias que ingresaban a la taberna con las espadas desenfundadas. El muchacho la vio entre la multitud, le sonrió de una manera disimulada mientras le miraba con los ojos de un chico enamorado. La distancia no le permitía a él decirle nada, pero no hizo falta, Izzia dio media vuelta y se introdujo en los callejones de Taria.

Aquél soldado se había enamorado de ella, un sentimiento para el que a ella no la habían entrenado, que nunca había sentido y esperaba no sentir. Según lo que había aprendido durante su corta vida, el amar era una debilidad que podía torcer hasta la más simple de las misiones. Le habían enseñado a no amar a nadie, ni siquiera a encariñarse con nada, sólo debía confiar en los miembros de su hermandad, de su gente. Debía solo obedecer las órdenes de sus jefes y las de nadie más.

Mientras esperaba, Izzia no pudo evitar recordar su infancia, su entrenamiento. Horas y horas de quietud y oscuridad contra las inclemencias del tiempo. Si bien la noche era fría, no podía compararse con las noches en el archipiélago de Jeroc, al noreste del continente Ariantes, más allá de las tierras de los Si-Gun. Era una región desconocida para la mayoría de los habitantes del continente, pero que en su momento había sido muy importante, pues proveían armas de jade y obsidiana a los reinos humanos, al igual que objetos artesanales de la más alta calidad.

Las islas estaban distribuidas de forma semicircular alrededor de un gran volcán que había permanecido inactivo desde antes de que el hombre habitara en esas tierras. Los primeros pobladores habían sido elfos, antes de los tiempos del gran cisma, y habían viajado buscando nuevas tierras con sus esclavos humanos, en los tiempos de Yargón el Errante. Por aquél entonces, los humanos envalentonados por las victorias de Yargón sobre los elfos, enanos y orcos, habían decidido romper con el yugo de la esclavitud, atacando a los opresores, ejecutándolos.

A partir de allí, sociedad prospero. No habían cambiado ni sus formas de vida ni los trabajos que realizaban, pero lo hacían sin presión ajena. Para gobernarse, un anciano de cada una de las siete islas era enviado a vivir en la gran isla central, en cuyo centro el volcán se elevaba.

Generación tras generación las islas seguían prosperando en paz y armonía, hasta que el destino quiso cambiar el curso de la historia.

De acuerdo con las crónicas oficiales, hace ya mil quinientos años un grupo de Fe-Gun llegó a la gran isla del volcán. Según decían, los habían atacado monstruos marinos mientras se dirigían hacia las tierras de los Si-Gun. Durante la lucha perdieron el rumbo y llegaron a Jeroc. Según los registros, la última vez que se los vio se dirigían hacia la cima del volcán portando un extraño báculo dorado en cuyo extremo había dos dragones que parecían querer devorarse entre sí. Dos días después se desató la catástrofe. El volcán, dormido desde tiempos remotos, había despertado. Gracias a su furia contenida, la fuerza de sus expulsiones atacaron a todas las islas. Muchos hombres y mujeres fallecieron, entre ellos los ancianos.

Ariantes: Un rey para dos reinosWhere stories live. Discover now