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  Hiro se levanta a las cuatro de la mañana en punto, y se queda media hora viendo el techo, intentando esconderse en la cama y hacer que se lo traguen las cobijas hasta que suena su alarma y, sí, es tiempo de levantarse.

  Se va arrastrando los pies hasta la cocina, una colcha a manera de capa sobre los hombros. Está seguro de que hay una expresión para esto en algún lado, la señora Azucena seguramente tendría algo que decir al respecto, algo que puede ya haya escuchado. Pero es muy temprano y se cerebro no sabe funcionar sin una taza de café y por lo menos un plato de cereal, así que prende la cafetera y saca un plato de la alacena, dejando que su piloto automático se encargue de todo.

  Una vez que lleva la barriga llena y el corazón contento —y esto sí es un dicho, alguna vez lo había escuchado en El Jardín de Flores— se digna a tomar su celular y quitar el No Molestar para ponerse al corriente con todo aquello que sucedió en las últimas ocho horas de su vida.

  Con suerte no hay nada interesante —nunca va a haber nada interesante, ¿por qué sucedería algo interesante a las dos de la mañana?— y se dedica a revisar su Instagram y responder algunos mensajes de la noche anterior con monosílabos o frases simples hasta que su cuchara toca el fondo del plato, entonces pone el celular a cargarse y deja los platos en el fregadero.

  Con la cobija aún en los hombros y los pies descalzos contra la fría madera se dirige hacia su baño, y se queda un buen rato pendejeando bajo el chorro de agua hasta que se acuerda del recibo del agua y entonces se baña en chinga, arrepintiéndose de haber nacido.

  La vida era más fácil cuando no era él quien pagaba las cuentas.


  Tres horas más tarde se encuentra fuera del Jardín de Flores, escondiéndose tras tres chamarras diferentes y una sudadera vieja del ITSF cuando una cara conocida sale de la puerta principal, cabello recogido en un chongo y sudadera negra amarrada a la cadera.

—¿No tienes frío?—le pregunta el japonés como saludo, sintiéndose estúpido con las manos enguantadas guardadas en los bolsillos.

—Hiro, mi amor, tú no conoces el verdadero frío—dice ella como saludo, y Hiro quiere responder que ella tampoco. Vienes de México, no de Manchester, carajo. Pero en algo tiene razón, y es que la mayoría de los latinos que conoce parecen tener una mayor resistencia al clima, putos genes hispanohablantes.

—Como sea—dice, suspirando y viendo como el vaho se evapora hacia el cielo—. Terminemos con esto, por favor, es muy temprano como para andar afuera con este pinche frío.

—La primera vez que usas esa palabra bien, m'ijito—contesta Angélica, empezando a caminar hacia el Accord negro y abriéndose la puerta, tomando asiento y cerrándola antes de que Hiro pueda siquiera llegar al asiento del conductor.

  Alguien tiene que enseñarle a esta chica modales.


—¡Mira esto!—exclama la mexicana, sosteniendo una guayabera bordada como si fuera un trofeo—. Dice que es de la Sierra de Oaxaca, ¡de Oaxaca! Bordado a mano, Hiro, ¿verdad que es lindo?

  Para Hiro ya nada es lindo, se había ofrecido a llevar a Angélica al Centro Mexicano de San Fransokyo con la promesa de buen ambiente y buena comida, pero hasta ahorita llevaban tres horas alternando entre tienda y tienda de ropa, y de tantas cosas bordadas que había visto en tan poco tiempo estaba seguro de que ya no recordaba como una playera estampada se veía.

  Y en realidad le gustaban los diseños, de verdad que sí. Los bordados mexicanos eran muy bonitos e intrincados (y muy, muy caros, especialmente si no estás en México sino a más de siete horas en avión con escalas) pero había un cierto número de playeras y zapatos que podía ver antes de que todo se volviera hilo y tela.

「cuerdas y metales」- grandes héroes × cocoWhere stories live. Discover now