Capítulo 5.

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Si algo descubrí en mi segundo día de estadía en Villa Campanario es que la rutina escolar no cambia con la distancia, ni se vuelve más pintoresco "su paisaje"

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Si algo descubrí en mi segundo día de estadía en Villa Campanario es que la rutina escolar no cambia con la distancia, ni se vuelve más pintoresco "su paisaje". Las clases resultan igual de monótonas, la verborrágica labia de los docentes se torna apabullante, las horas académicas se estiran como chicle y las de los recreos son tan efímeras como un soplo de aire.

Pero lo que sí cambian son los compañeros. Al menos sus rostros son distintos, ya que los roles que ocupan no difieren demasiado de un sitio a otro.

Están los típicos nerds, (sábelotodos natos) los más populares (huecos natos), los que pasan inadvertidos por voluntad propia y se esmeran en no destacar, porque no desean incluirse en ningún grupo y abrazan la soledad y el aislamiento que les proporciona su situación de invisibilidad y los que son excluidos a priori porque son diferentes al resto por alguna particularidad, ya sea física o intelectual, que se vuelve su estigma y ese sello les impide formar parte y encajar.

En mi otra escuela yo era excluida debido a mi etnia materna. Pero tampoco me molestaba no formar parte de ningún "bando escolar" declarado, aunque indirectamente estaba dentro de una agrupación no manifiesta, en la que los integrantes apenas interactuábamos entre nosotros, no habíamos decidido conformarla y tampoco teníamos interés en mantener o darle forma al grupo de los "marginados".

En esa fluctuación constante, del "formar parte y no", me mantenía y había logrado sobrevivir hasta el ante último año, sin demasiados daños psicológicos y con una buena mejor amiga.

Lo que más deseaba en el nuevo colegio era que mi situación perdurara o al menos que no empeorara. Por mi parte, no tenía deseos de cambiar mi forma de ser para acoplarme o de gestar una nueva identidad. Jamás me avergonzaría de mis raíces. Eso me deshonraría a mí como persona.

Había tenido mis cinco minutos de popularidad cuando el docente a cargo de la última hora recordó presentarme frente al grupo como "la nueva estudiante" y me pidió que contara algo sobre mí, pero tampoco me interesó aprovechar el tiempo para presumir, así que fui muy breve:

—Me llamo María Irupé Rodríguez Lambaré y soy de Buenos Aires —fin.

Hubo algún que otro bostezo de parte del estudiantado enajenado, algunas inspecciones oculares de los seudo interesados en las novedades finales, un hurgueteo de nariz de los completamente desinteresados y un: "bienvenida" de su parte.

Nahuel. Ese era el nombre del chico que hasta el momento había pasado invisibilizado para mí (lo supe porque el profesor lo mencionó cuando reprendió al resto de los alumnos por sus malos modales, alegando que todos deberían ser tan educados como el aludido) Con tan solo una palabra él había cambiado la perspectiva de la Institución. ¿Qué digo Institución? Del pueblo en general.

En ese punto reparé en lo atractiva que podía tornarse la jornada si venía acompañada de una sonrisa de su parte.

Pero para explicar mejor a qué me refiero, es menester describir aquel gesto en detalle, comparándolo con otros similares.

Hay sonrisas de arlequines o de "Joker" (son sumamente amplias y muestran los dientes; resultan aterradoras), amagos de sonrisas (los dientes pierden protagonismo para dárselo a los labios, que inseguros se curvan levemente hacia arriba y rápidamente vuelven a su estado de reposo; resultan poco convincentes), sonrisas torcidas (solo se estira una de las comisuras del labio, hay ausencia de dientes; resultan falsas generalmente) y luego están las sonrisas de media luna (en estas los dientes superiores se enseñan parcialmente, pues los labios se entreabren grácilmente, cuando se curvan hacia lo alto y así se mantienen algunos instantes, los suficientes para darte cuenta que este tipo de gesto resulta totalmente franco.)

La sonrisa de Nahuel era de esas últimas: auténtica, plena, gratificante a la vista. Sus dientes perlados apenas asomaban de sus carnosos labios estirados hacia arriba. Ambas comisuras en perfecta simetría, y en ángulo con sus hermosos ojos brillantes y oscuros como dos tordos, que acompañaban la armonía de la mueca, pues también sonreían.

Aquella imagen me mantuvo de buen ánimo el resto de la clase y hubiera perdurado hasta llegar a mi casa de no ser porque en plena caminata hacia la nueva vivienda comencé a sentirme nuevamente rara.

Repentinamente mi estómago hizo eclosión. El centro de mi vientre era una olla de agua en estado de ebullición. Hervía, y ese magma interior comenzó a dispersarse por todo mi cuerpo. Inmediatamente tomé el espejito que guardaba en mi mochila y noté que mis ojos estaban nuevamente encendidos, chispeantes, y en mis manos y brazos ya podía percibir los encanecidos folículos pilosos asomarse de manera incipiente. 

Miré hacia mis laterales presa del pánico. No podía transformarme ahí en plena calle o mi idea de una "estancia feliz" duraría poco.

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LobizonA #CheArgentinaWhere stories live. Discover now