El debate entre las hermanas Valini fue intenso. Irina había llegado en la madrugada, exhausta, y se había recostado como si nada hubiese ocurrido.
Al mediodía se apareció en el comedor de El Refugio con su usual sonrisa despreocupada, sin sospechar que Delfina conocía la verdad de su aventura.
La mayor todavía no había inventado una excusa creíble, pero no pensaba admitir la verdad. Quería evitar el enfado de su hermana a toda costa.
Irina se sentó a la mesa y saludó con amabilidad.
—Al menos estás viva —respondió Delfina, cortante.
—Sí, sana y salva. Perdoná que no te avisé que salía. —La mayor de las hermanas revolvió la sopa y se sorprendió al notar que su plato tenía puras zanahorias. No dijo nada, pero optó por no comer.
—¿Algún problema? —quiso saber la menor—. No pensé que volverías, así que cociné algo que sé que no te gusta, pero que es bueno para todos los chicos.
—Ah, perdón. Pero no me mataron ni nada, eh. Solo tuve que esconderme por ahí —mintió Irina—. Sabés que siempre busco ser cuidadosa y prudente. Cada vez más responsable.
—Seguro, lo que digas. —La menor no sabía si era correcto exponer la verdad frente a los niños o no.
—¿Estás bien, Delfi?
—Estaré bien cuando llegue el próximo cargamento de necesidades. Hasta ese entonces, no. Estoy preocupada —admitió—. Me preocupa tener una hermana estúpida que pone su sentimentalismo egoísta por encima del bienestar de todos los chicos a los que debería ayudar a cuidar.
—¿Qué problema tenés ahora? —Irina se puso de pie, ofendida—. Ni que yo hubiera elegido estar acá. Me quedo por vos nomás. ¡Y lo sabés! —Se cubrió la boca, arrepentida de sus palabras.
Los pequeños dejaron de comer para observar la escena. Los mayores murmuraban en voz baja mientras que los más chicos temían que algo malo le ocurriera a El Refugio.
—Si no te gusta, ándate —ordenó Delfina al borde del llanto—. Es mejor para los chicos de todas formas. Siempre les ponés malos ejemplos, puteás un montón, desobedecés a don Lucio y hasta ponés en riesgo a tus amigos. Solo pensás en vos, Irina, aunque eso lastime a otros. ¡Siempre! Lo tuyo es puro egoísmo. Si tanto odiás esto, ándate. —Sin esperar una respuesta, la menor de las hermanas salió corriendo del comedor. Con la vista nublada por el llanto, esquivó las mesas hasta alcanzar el pasillo. Sus pasos resonaban en el silencio de la habitación.
Atónita y sin palabras, Irina observó el comedor. Sabía que Delfina tenía razón en sus quejas, pero no toleraba que se las dijera de frente, ella ya las conocía. Sabía cuáles eran sus defectos.
Era incapaz de contar cuántas veces se planteó la posibilidad de marcharse, de abandonar a su hermana para buscar la felicidad a su manera. En la superficie y con la libertad de poder tomar decisiones sin necesidad de preocuparse a cada rato por las consecuencias que cada acción suya pudiera tener sobre otros.
En ese momento, Irina pensó otra vez en la idea de marcharse y nunca regresar. Tal vez luego de que rescatara a Anahí, lo haría. Se iría con ella lejos de don Lucio y de El Refugio. Quizá incluso a otra ciudad; confiaba en que su amiga estaría de acuerdo.
Dio un paso hacia el frente. Luego, se detuvo. No podía dejar solos a los chicos mientras cenaban, así que regresó a su sitio, cambió su plato con el de su hermana —que no tenía zanahorias— y comenzó a almorzar con naturalidad.
—Ya se le va a pasar, no se preocupen —les dijo a los niños con la esperanza de mejorar el ambiente.
Delfina decidió encerrarse en el depósito, entre cajas sin abrir y estanterías repletas de comida empaquetada. Apoyó la espalda contra un muro y se deslizó poco a poco hasta quedar sentada sobre el frío suelo. Ni siquiera había encendido la luz, prefería que nadie la viera así: triste. Para ella era importante sonreír y brindarle alegría a los más pequeños. Era amable y alegre incluso cuando se sentía agotada o estresada.
«Soy la única adulta responsable acá», se repetía a menudo. «Soy el ejemplo que los niños siguen. Debo mostrarles lo mejor de este lugar, hacerlo sentir a gusto y en familia. No puedo ser débil frente a ellos».
Sin embargo, Delfina era todavía una adolescente. En el fondo, también ansiaba poder perseguir la libertad con su hermana, aunque no se atreviera a decirlo.
—Iri —pronunció su nombre en medio del llanto. Se limpió el rostro con el borde de su vestido y flexionó las piernas para poder abrazarlas—. ¿Por qué sos así? ¿Por qué no podés actuar como la hermana mayor que sos?
En el fondo, extrañaba sentirse como una nena chica, que la cuidaran sus padres, que la aconsejaran y la animaran. Anhelaba que alguien la protegiera a ella también.
Cuando dormía, solía soñar que volvía a su hogar, con su familia. Que el accidente en el que falleció jamás ocurría y que le deparaba un futuro colmado de expectativas, de sueños y de metas. Que veía crecer a su hermano menor, que estudiaba para ser maestra en escuelas primarias. Que se enamoraba y que formaba su propia familia. Incluso había noches en las que se veía a sí misma como a una anciana que malcriaba a nietos y a bisnietos. Cosas que nunca ocurrieron. Oportunidades que no tuvo y que no tendría.
Delfina se preguntaba qué habría ocurrido si, en el juicio, hubiese escogido renacer y comenzar desde cero. Y en más de una ocasión, aunque odiase admitirlo, había estado a punto de seguir un impulso repentino de quitarse la vida en el purgatorio, con la esperanza de llegar al cielo y encontrar allí nuevas esperanzas. Sin embargo, ante la incertidumbre y su sentido de la responsabilidad, contenía esas ganas que la quemaban por dentro y, resignada, forzaba sus sonrisas para ayudar a los pequeños que la necesitaban.
No deseaba ser egoísta. Y no comprendía por qué a su hermana sí resultaba tan sencillo actuar sin pensar en los demás. La envidiaba un poco.
«Si compartiéramos de forma equitativa las libertades y las obligaciones, las dos viviríamos mejor», se dijo. Ese era un pensamiento que la abrumaba desde hacía años y que no se atrevía a poner en palabras.
Pasado un rato, y ya más calmada, Delfina se secó las lágrimas y se puso de pie. Tenía que lavar los platos y comenzar a preparar la cena.
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Purgatorio (COMPLETA)
ParanormalAnahí tenía dos grandes temores: la muerte y el maquillaje corrido. Esta historia comienza la mañana en la que debió enfrentarse a ambos. *** Después de morir, Anahí llega al Purgatorio, una ciudad que parece haberse quedado estancada en el tiempo y...