Espíritu callejero

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Un cuento de noche, con la lámpara de mesa que está junto a la cama encendida, las del techo apagadas, y las de afuera muy lejanas para iluminar la habitación. Ahí, con las cobijas hasta la nariz, con los ojos cerrados, un cosquilleo extraño surgiendo en el estómago y escuchando atentamente la historia antes de viajar a un mundo onírico.

Es el tiempo de la última generación, un presente desenfrenado, lo tenemos todo y la realidad es que somos dueños de nada, todo ha sido inventado, todo ya fue creado, el ingenio y el pensamiento ya no es un pasaje a una vida resuelta. Se terminaron los recursos, el planeta ya no tiene mucho que ofrecer y se echa una larga siesta, en un sueño tan profundo que, quizá con suerte, el próximo siglo volverá a brotar una diminuta esperanza color verde. Los problemas del ayer parecen ir en aumento, es desolador que ahora no se puedan resolver ni con todo el tiempo por delante.

Son pocos los que tienen el poder, nacidos con la fortuna, con una capacidad de adaptación envidiable; la mayoría, tantos que es imposible imaginar cómo luce cada uno de ellos, las masas, no tienen la bendición a su favor.

El cerebro y el cuerpo humano es una muestra de perfección, la tecnología quiso igualar sus condiciones, pero hubo un fallo. Creyeron que era perfecto, pero se equivocaron, llegó la gran depresión, la enfermedad mental más poderosa que se haya enfrentado antes, junto a un virus lo suficientemente potente como para acelerar el proceso. Tantas razones para no seguir, la naturaleza exigiendo un descanso. Eran tantos, más de los que podía amparar, más de los que podía alimentar y más de los que podía proteger.

Aquellos poderosos no se quedaron de brazos cruzados, no esperaron el final inminente, aquel que arrasaría sin distinción y sin excepción. Por eso prepararon aquello que activaría el caos, y ellos se escondieron, ocultos observando desde las sombras, mientras los pocos sobrevivientes jugaban contra reloj.




Sábado 27 de septiembre de 2098

En su momento, se dijo que las causas no eran claras, que todo pudo ser el detonante. Ahora no vale la pena buscar las razones, porque si quieres saberlas es para encontrar la forma de remediarlo. Y esto ya no tiene solución.

Quizá mañana renazca una nueva especie, lamentablemente, será una que odiaré con toda el alma, tengo mis propios motivos para hacerlo. Por eso es que escribo, para que ellos lean, que si bien, no son los culpables; al menos sí son los hijos bastardos.

No es tan difícil de comprender, son tres factores vitales: el primero es el sistema nervioso, lo segundo es la psique y el tercero es la sociedad.

Empezando a la inversa. No soy el primero en coincidir que los humanos fuimos nocivos para el planeta, aceleramos un ciclo natural, nos encargamos de detonar la bomba antes de tiempo. El cambio climático y el calentamiento global fue el gran aviso de la madre tierra, ya no podía retener el inicio de una nueva era. Llegaron los huracanes, terremotos, tsunamis y tantos desastres naturales que azotaron sin piedad los continentes. Solo fue una cucharada de nuestra propia medicina.

Aquí es correcto hacer un paréntesis. Los combustibles fósiles fueron uno de los principales contaminantes y eventualmente los agotamos, exprimimos y sacamos toda la energía, la liberamos, todo se fue directo a nuestra atmósfera. Antes alguien se preocupó, los países desarrollados tomaron la batuta y se enfocaron en las energías renovables, pero para los países en vía de desarrollo y subdesarrollados —la gran mayoría—, que no contaban con la tecnología, economía y la ciencia, se negaron a cambiar sus procesos económicos. La solidaridad tampoco brilló por parte de los países que tenían la capacidad de ayudar, el egoísmo está tan arraigado a nosotros que parece parte de nuestra humanidad. Fuimos capaces de generar combustible por medio de algas, de generar energía eléctrica y abastecer el consumo al 60% por medio del sol, viento y mar. Dejamos de lado la bioenergía para no tocar recursos que podían servir de alimento, después de todo nos quedábamos cortos de todo, incluyendo el agua potable. De ahí, el segundo factor se activó. Las personas cayeron en un estado mental negativo, la muerte estaba tocando la puerta cada instante, persistente, acechando y nos volvimos inestables de una forma en que era difícil de controlar. El último paso es una buena jugada de ajedrez, un movimiento brillante por parte de los afortunados, de aquellos que detesto tanto. Los recursos se agotaban, no esperaron hasta que no quedara nada y activaron un virus, asegurando su vida y supervivencia. La llamaron Ananké (necesidad). Gracias a la ansiedad moderna —en aquel tiempo— se activó una sustancia en el cerebro la cual se transmite por medio del sistema nervioso central, mandando una señal equivocada a todo el cuerpo. Para entender un poco el virus se tiene que tener en cuenta que el sistema nervioso consta de dos elementos principales: el sistema nervioso central —incluye el cerebro y la médula espinal—, y el sistema periférico —incluye las fibras nerviosas que se envían desde los nervios craneales y de la médula espinal a todas las partes del cuerpo, incluyendo los órganos—. Dentro del sistema periférico existen dos partes que son: el sistema somático —es el que está bajo control voluntario—, y el sistema nervioso autónomo, dividido en sistema simpático y el parasimpático —bajo control consciente, los impulsos hacia y desde los órganos y glándulas—. Cuando el miedo se hace presente, el sistema nervioso simpático se altera e impide al sistema nervioso parasimpático desarrollar su trabajo de mantener el balance y armonía de cuerpo y mente, logrando que el virus Ananké se propague con suma facilidad. Es cierto que los virus para que lleven a cabo su ciclo vital necesitan de una célula viva, eso significa que aquello que llamamos muertos vivientes están más vivos que nada, pero el parálisis parcial, el deterioro mental, agitación, delirio, agresividad, insomnio, ausencia de dolor, los vuelve precisamente más muertos que vivos.

Sálvate a ti mismoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora