13: "Santa Adriana"

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Mirando el agua cristalina, dejaba que su mente abandonase su cuerpo, alejando de su memoria toda la serie de acontecimientos que en tan pocos días habían logrado volverse su calvario. Observando los azulejos empañados con el rocío prematuramente sintético de la ducha, Amelia pensaba en su libertad. Añoraba la soledad del viento y la calma de la brisa, fantaseaba con abrir la ventana y remontarse en vuelo, alejándose de la cárcel de sus pasiones, dejando atrás las cadenas de esperanzas vacías.

Tres días habían pasado desde que unió sus labios al delicado veneno que Tomás Valencia supuraba a través de su encanto de mármol. Ella no podía, su vida había cambiado en conjunto con sus pensamientos. Ella ya no quería morir de manera trágica ganándose las portadas de los magazines de moda, solo soñaba con una pequeña casa y la calma que solamente un alma sumergida en la templanza podía ofrecerle. Tomás, bañado en sus virtudes y con su inocencia ya corrompida, jamás podría darle eso.

Augusto no era perfecto, no comprendía la súbita tormenta que escondía su mirada cuando ésta rompía en tempestad a causa de una locura construida a base susurros de alcoba. No, él no era aquel sumiso pecador carnal que su cuerpo clamaba, pero él era real... Con el no debería esconderse a disfrutar entre silencios la cordura de un orgasmo. El solo era Augusto, un simple mortal que la veía a ella como una igual y no como un ángel.

Amelia solo miraba la pared, dejando que su cabeza divague en ese pequeño universo personal que escondía detrás de sus sonrisas. Allí ella podría ser lo que verdaderamente soñaba, volver a alzar vuelo con alas construidas en cemento y sentarse en su ventana, esperando que él le regalase una canción en forma de tributo.

Deseaba que el agua de la bañera rompiera su base de cerámica y que el falso suelo blanco de la misma se convirtiera en una oscura laguna. Hundirse por siempre, gracias al peso de sus culpas, renacer entre el fango y el musgo. Olvidar sus pulmones y la necesidad de aire, quitar sus penas existenciales hasta que él único hombre en el mundo, lo suficientemente loco para enamorarse de alguien que despreciaba su naturaleza, se atreviera a amarla una vez más.

—Vonnie ¿Estás bien?—

Salió de su coma inducido, aquella que olía a incienso y destilaba recuerdos de campanas de iglesia, solo para responder. —Sí, saldré en un momento—

A través del portal, su compañero de vivienda con aquella voz ensoñada, volvía a hablar. Denotando su alegría, la felicidad de la ignorancia de no conocer realmente a la mujer que se escondía detrás de la fachada de unos ojos celestiales. —iré a la iglesia, cuando termine te buscaré para que elijamos que comer—

—Sí, Amor... No hay problema—

Augusto no se había alejado del portal, la voz de su prometida había sonado débilmente vacía, hasta quizás cansada. —¿Está todo bien?—

—Luego hablaremos, solo acaricia a Ángela por mí—

—Claro, Vonnie. Nos vemos en unas horas, te amo— Lo escuchó alejarse con sus pisadas serenas castigando a el recientemente nuevo suelo ensamblado.

Esa expresión de romance tan sincera, ardía. Dolía no poder corresponderle con sentimientos igual de puros, pero ella lo sabía, la última vez que se había maldecido a sí misma con palabras de amor, nada había salido como pensaba.

Cuando sintió que la puerta principal de su residencia se abrió para luego cerrarse sutilmente, respiró aliviada. Ver el rostro lleno de vida de su prometido solo causaba una sensación miserable en su alma, llenándola de culpa.

Aún con el agua escurriendo por sus piernas y envuelta en una toalla, caminó por la casa, dejando a su paso una estela de infinitas gotas. Pensó en la lluvia y como ambas eran parecidas, causando devastación para algunos y bendiciendo con su llanto sanador a otros. Si no cuidaba a Augusto y no serenaba su propio corazón, seguramente sus recuerdos se convertirían en tempestades donde el único mártir sería él. No podía permitirse eso.

Perdóname, Amelia (BORRADOR)Where stories live. Discover now