3.6 En la calleja

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Al final de la larga calle surgió la luna, a la que Amory volvió la espalda. Unos quince pasos más lejos sonaron las pisadas. Era como un lento gotear con una ligera insistencia en el momento de la caída. La sombra de Amory se extendía unos tres metros por delante de él, donde seguramente estaban aquellos zapatos. Con un instinto infantil Amory se apretó contra la azul penumbra de los blancos edificios, escudriñando la claridad de la luna durante amargos segundos y corriendo a trechos, tropezando torpemente. Hasta que de repente se detuvo; era preciso dominarse, pensó. Se pasó la lengua por unos labios resecos.

Si pudiera encontrar a alguien... Pero ¿es que quedaba alguien en el mundo, o descansaban ya todos en aquellos edificios blancos? ¿O es que también ellos eran perseguidos a la luz de la luna? Si encontrara uno que pudiese escuchar y comprender todo ese delirio... Pero de repente el delirio se hizo más próximo y una nube negra ocultó la luna. Cuando el pálido resplandor volvió a iluminar las cornisas, estaba tan próximo a él que Amory creía escuchar su tranquila respiración. Entonces se dio cuenta de que las pisadas no estaban detrás, nunca lo habían estado, y de que en lugar de huir de ellas las estaba siguiendo. Empezó a correr ciegamente, el corazón latiendo furiosamente, las manos crispadas. Muy lejos apareció un bulto negro que pronto tomó forma humana. Pero Amory ya estaba más allá; dejó la calle y tomó por un callejón, estrecho y oscuro, que olía a podrido. Bordeó una larga y ondulada oscuridad, oculto el resplandor de la luna excepto en unos pocos desconchados..., hasta que palpitando se derrumbó exhausto sobre la barandilla de una esquina. Los pasos cesaron, pero aún se oía un movimiento continuo y ligero, como el golpe de las olas contra un muelle.

Tanto como pudo, con las manos se tapó la cara, ojos y oídos. Durante todo ese lapso no se le ocurrió pensar que deliraba o estaba borracho. Tenía un sentido de la realidad mucho más agudo que el que proporcionan las cosas materiales. Su apetito intelectual parecía someterse pasivamente a él, que se ajustaba como un guante a todo cuanto le había precedido en su vida. No le confundía... Era como un problema cuya respuesta, en el papel, conocía de sobra, pero cuya solución era incapaz de comprender. Y se sentía más allá del horror. Había traspasado la sutil superficie que lo cubría y ahora se movía en una región donde aquellos pies y el miedo a las paredes blancas eran cosas reales y vivientes que tenía que aceptar. Solamente un pequeño fuego en el interior de su alma forcejeaba y clamaba para sacarle de allí, trataba de arrastrarle al otro lado de la puerta para cerrarla de un golpe tras él. Tras esa puerta sólo habría unas cuantas pisadas y unos edificios blancos, y seguramente las pisadas serían suyas.

Durante los cinco o diez minutos que esperó a la sombra del pretil sintió ese fuego... tan cerca que lo quería llamar. Recordó después haberlo hecho:

—Quiero un idiota. ¡Mandadme un idiota! —al negro vacío enfrente de él en cuyas sombras se arrastraban los pasos..., se arrastraban. Supuso que la «ayuda» y el «idiota» se habían entremezclado a causa de una precedente asociación. No era un acto de su voluntad el llamarlo así; su voluntad había huido ante aquella figura que se movía en la calle; era el instinto quien lo llamaba, como esas sílabas repetidas por tradición en la furiosa plegaria nocturna. Algo así como un golpe de gong sonó a poca distancia, y ante sus ojos apareció aquella cara sobre los dos pies, una cara pálida y deformada por una infinita maldad que vacilaba como una llama al viento; entonces comprendió, en aquel breve instante, mientras el sonido del gong vibraba y se desvanecía, que era la cara de Dick Humbird.

Unos minutos más tarde se incorporó al reconocer sombríamente que no había más sonidos y que se hallaba solo en la oscura calleja. Hacía frío y echó a correr hacia la luz que se advertía al extremo de la calle.

A este lado del paraíso.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora