Fuego

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Noviembre, 2017.

Habían sido Los Ronaldos, y su No puedo vivir sin ti, quienes los habían unido.

Antes de esa semana, tan sólo eran compañeros que, muy a su pesar, sentían un rastro de atracción el uno por el otro. Al fin y al cabo, eran jóvenes y guapos, iban a compartir un espacio reducido durante meses, y el morbo de lo prohibido no jugaba a su favor. Aunque sentían una evidente curiosidad, no se conocían y a priori nunca habrían imaginado que iban a estar tan unidos. Pero pronto la música hizo su magia; los obligó a escucharse, a mirarse fijamente, a pasar tiempo el uno con el otro... y lo que habían descubierto los tenía fascinados. Esa conexión tan rápida, tan brutal, tan de verdad.

Ahora eran amigos, muy amigos, tan amigos que sabían lo que el otro pensaba sin necesidad de abrir la boca; pero esa atracción, no contenta con seguir ahí, también había crecido exponencialmente. En pocas semanas ya pasaban tanto tiempo juntos que los límites se desdibujaban aún más. Y no sabían cómo manejarlo; se les estaba yendo de las manos, todo era muy nuevo y complejo, era demasiado para procesar.

Se sentían tan bien juntos que siempre acababan buscándose. Por mucho que intentaran evitarlo y relacionarse con todos los demás, al final terminaban sentándose al lado, hablando entre ellos, poniéndose cerca en las clases, yendo a buscar al otro por cualquier tontería. Sus brazos, manos, piernas y cara se tocaban todo el tiempo, los besos y abrazos eran lo habitual. Aitana procuraba día tras día reconstruir los muros caídos, fingir que no le gustaban sus caricias, que no veía su cara cuando la miraba cantar y que esos labios apoyados en su pelo no la hacían tan profundamente feliz. Hablaba más de Vicente de lo que lo había hecho en toda su vida, y sólo paraba cuando notaba que tanta insistencia empezaba a ser sospechosa. Necesitaba recordarle los límites a Cepeda, al público... pero sobre todo, a sí misma. Sin parar. Él era su colega, su hermano, y su verdadero novio estaba ahí fuera. Si no se lo repetía lo suficiente, corría el riesgo de olvidarlo.

Luis le seguía el rollo al principio, pero en cuanto tuvieron confianza empezó a bromear con el tema y ya nunca más paró. Resoplaba cada vez que ella incidía sobre lo mismo, se reía, la picaba y conseguía ponerla nerviosa. A veces, Aitana se sentía como un libro abierto que él podía leer con asombrosa facilidad; expuesta en su fragilidad, vulnerable, patética. No importaba cuánto se escondiese, siempre conseguía descubrirla. ¿En qué mierda estaba pensando? Era mayor, tenía mil veces más experiencia que ella y probablemente la consideraba una cría. Su aplomo era insultante; no necesitaba hablar de Graciela todo el rato, no necesitaba límites ni fronteras para sentirse seguro. Si alguien preguntaba por su novia, respondía con firmeza y sin rastro de duda... y eso, lejos de tranquilizarla, la hundía.

Aun así, a pesar de sus múltiples y mutuos intentos, nunca lograban apartarse de la vida del otro. Empezaban a sospechar que, simplemente, no querían apartarse. Luis la hacía reír, la apoyaba, la cargaba en brazos cuando estaba cansada, le secaba las lágrimas cuando estaba triste. Podía ser el mejor amigo del mundo... si conseguía verlo sólo como su amigo.

Porque sí, se llevaban genial y se complementaban en todo, pero podían vivir con eso. Eso no era lo peor. Lo peor eran las ganas que se tenían.

La verdad es que Aitana nunca había pensado mucho en sexo. Había besado a un par de chicos antes de Vicente, y luego había tenido su primera vez con él porque era el siguiente paso lógico en una relación. Y le atraía, le gustaba besarlo, le gustaba hacerlo, pero a veces no entendía por qué media humanidad se pasaba el día pensando en echar un polvo. Las pocas veces que habían estado juntos habían sido agradables, y ella había asumido que eso era todo y nunca se había planteado si había algo más ahí fuera.

A veces, bailamos. || AitedaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora