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Tenía problemas.

Ella nunca lo había negado, sabía que en el fondo su vida estaba asentada a base de mentiras: hacia sus padres, sus hermanos y el resto de su familia, sus amigas, sus amigos; todos, y eso no la excluía a ella.

Se mentía, y a la vez no, porque sabía que lo hacía.

Y le importaba, y a veces no.

Toda ella era un lío, un desastre.

¿Amenazas? Le movía más la idea de un tiburón abrazando a un humano. No tenía ni sentía miedo por lo que alguna persona pudiera llegar a causarle a su cuerpo; ni abusos, ni golpes ni cortadas. No le importaban en lo absoluto.

Pero existía otro tipo de amenazas, otra forma de sentir, esa a la que sí temía y era provocada por las personas. Esa que a veces la hacía querer desaparecer, y a veces que quisiera desaparecer a todos.

Esa forma sí la afectaba, sí la hería, sí la hacía sentir.

Y ahí era donde te dabas cuenta que no toda ella estaba podrida, que aún era buena, que no era una basura.

Pero también veías que la humanidad la destruía, la corrompía, y que ya no era un sol.

Porque ya lo había hecho, lo hizo, ella rompió su regla de oro, la promesa que se había hecho a sí misma. Había lastimado a alguien, y no era novedad. O quizás sí.

Muchas veces, lastimaba personas, y muchas veces lo evitó con quienes le importaban. Y falló, pero estaba más decidida a terminar con su teatrito de forma dolorosa, cruel, despiadada; quería que valiera la pena hasta el hecho de decirle algo mínimamente feo a alguien que quería, a alguien que le importaba.

Y lo hizo, pero no sin ayuda. Y sí, se sintió terrible, no lo merecía, no lo merezco, se repetía constantemente, que nunca podría perdonarse semejante estupidez.

Porque lo alejó, y a pesar de todo volvió, aunque ninguno lo admitiera el dicho les quedó como anillo en dedo.

Ni lo esperaban, ni lo querían, pero se amaban y ni el terror los vencía. Pero ella aún dudaba, todavía sufría, el pájaro mediante no aplacaba la tormenta que la acontecía: él era magia, era luz y era bondad, paz lejos de los problemas y sin consecuencias; pero justo después de separarse, a unos segundos de despedirse, la realidad la golpeaba, y la soledad llegaba a momentos, recordándole que estaba rota, que su pegamento no servía, que su vida era un oscuro abismo.

Y el temor volvía, le aterraba ilusionarse, pensar que saldría por fin de aquél frío y desolado lugar en el que la habían botado solo para terminar tirada en uno mucho peor; entonces, hablando con su luz, con su esperanza, descubrió que no era el único pozo, ni el único desastre. Y vio que ella también podía ser luz, ser esperanza, ser paz.

Lo decidió, una oportunidad. Quería brillar, o mejor dicho que brillaran, quería bien sin tener que hacer mal.

Buscaría felicidad.

El hogar de las metáforasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora