Prólogo

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La gente aún se extrañaba cuando veía unos pies tan pequeños en una mujer más alta que la media. Pero es que Mio no entraba en esa media. No entraba en ninguna media en general, porque las rompía solo subiéndoselas por las piernas a tirones, teniendo que salir a la calle con los vestidos a pelo. De esto se quejaba su piel sensible a los cambios de temperatura, un padecimiento que sufrían todas las partes de su cuerpo excepto esos minúsculos y ridículos pinreles. Siempre los tenía calientes.

Los pies de Mio habían pisado el suelo del infierno al corretear por el borde de la piscina en pleno verano, cuando los azulejos ardían. Estaban preparados para caminar por las losas de la cocina estando recién fregada. Adoraba hundirlos en la arena de la playa y sonreír porque le hacían cosquillas.

Desde luego que Mio sabía cómo torturarlos, y estos sabían cómo resistir. Por eso, el nuevo escenario no era nada nuevo ni especial para ellos.

Bailar una canción de La Oreja de Van Gogh sobre la barra de un bar no era una de sus actividades comunes. Mio nunca antes pidió a un camarero que pusiera a su grupo musical preferido, ni nunca antes se puso borracha como una cuba, ni jamás había pisado una mesa descalza... Pero en ese momento, tanto sus pies como ella estuvieron de acuerdo en que podrían acostumbrarse.

—¡Súbete un poco la falda, guapa! —gritó uno de los cabezones que la admiraban de lejos.

Corrección: de lejos, no. Mio no era ninguna obra de arte que valorar a distancia, sino una principiante en eso del striptease. Su público se congregaba bajo la barra, tan cerca que se los podría comer; allí donde ella se contoneaba un poquito afectada.

Solo un poquito.

—¡P.J, ponle otra canción a la nena! ¡Una con la que nos pueda mover esas caderitas...!

—No, no, no... O bailo con esta, o no bailo con ninguna —se pronunció ella, meneando la cabeza coquetamente.

—¿Y qué te parecería bailar con esta? —exclamó uno de los observadores, metiéndose la mano en la bragueta. Todos rompieron a reír alrededor—. Venga, nena, ¿qué me dices...?

El tipo le rodeó el tobillo con la mano. Sonrió al ver que casi llegaba a abarcarlo entero. Sus dedos treparon por la pierna hasta rozarle uno de los muslos, en torno a los que se movía un fino vestido blanco que dejaba poco a la imaginación. El tanga rojo que llevaba debajo no era ningún misterio para el grupo de caballeros. Ni para ellos, ni para nadie que se asomara a la ventana del pub.

—Qué buena estás, niña. ¿Cómo te llamas?

—Mio. Con «o», no con «a», ¿eh? —explicó. Para ayudarse, dibujó un gran círculo en el aire con los dedos. Se tambaleó un poco hacia delante al añadir—: Es un nombre japonés que significa «cereza bonita».

—Mm... No me extraña, porque vaya dos cerecitas tienes ahí debajo —rio el hombre. Enredó los dedos en la falda de la mujer, que seguía moviéndose al son de Inmortal—. P.J, sírvele otro par de bebidas a la señorita. Está perfecta para que me la lleve a casa.

—¿Que tú te la llevarás a casa, capullo...? ¿Quién ha sido el que te ha avisado de lo que estaba pasando aquí dentro? —se quejó otro—. Mia se viene conmigo. ¿A que sí, guapa?

El cerebro de Mio detectó la entonación interrogativa, que no el significado, y sonrió por inercia. Siendo justos, veía la realidad un poco distorsionada. Sus espectadores formaban un grupo bastante amplio: por lo menos contaba cuatro... que podrían ser ocho... O dieciséis... ¿O doce? Se le habían olvidado cómo iban los múltiplos de dos. ¿Cuando se iba borracho se veía doble, o triple? Porque a lo mejor eran seis.

Desvestir al ángelМесто, где живут истории. Откройте их для себя