DIECISÉIS [PARTE DOS]

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Solo quedaba un obstáculo más que me separaba de la libertad que estuve buscando desde que Stephano me había situado en Santa Catalina para los experimentos de su proyecto.

Yo había visto qué eran y lo que podían llegar a ser. Incluso recordaba sus palabras, cuando la droga corría por mi sistema para hacerme dormitar como siempre, y evitar que supiera más de lo «necesario»:

«Increíble, ¿no? —Le había dicho a su compañero. Ambos usaban un traje especial, y estábamos aislados de la recámara de simulaciones. En ella, las devastadas calles de Lorên se reflejaban, como si estuviéramos ahí mismo.

Señaló una de las máquinas. Tenía aspecto humano y aparentaba ser consciente de que estaba bajo las pruebas de un proyecto, pero lucía más mortífero que ningún otro ser que hubiera visto, sobre todo por esa sensación de que tenía un tipo de inteligencia asesina más allá de la programada bajo una serie de comandos.

—PXDRE pronto será más que un ejército imparable de batalla y defensa de Raesya: será la clave para destruir a todos los que se opongan a mí; y a los tuyos, claro —rio—. Y pensar que solo se necesita poco más que unas muestras de tejidos cutáneos y sangre para hacerlos funcionar.

»Es el futuro».

Aunque para esta altura, no tenía clara certeza de si lo mencionado había sido de forma accidental o con algún propósito.

Apoyé la mano, que temblaba como lo hacía cuando rememoraba el cebo en el que caían los que no eran lo suficientemente buenos para completar las pruebas de Estado, y sentí bajo la piel el gélido material con el que estaba hecha. Era de tonos metálicos, relucientes y que distorsionaban mi imagen reflejada en su superficie. Resbalé la mano sobre ella, hasta llegar al picaporte en forma de barra sobresaliente; la rodeé fuerte con los dedos y sin atreverme a pensar demasiado en qué habría al otro lado, abrí la puerta.

Corrían detrás y muy, muy... muy cerca de mí.

Afuera, por fin, me dejé caer al suelo de rodillas, para avanzar con dificultades con las pocas fuerzas que habían decidido no desvanecerse con mi partida. Tenía la pequeña arma de fuego en la mano, apretada y resbalosa por el sudor de mis palmas.

Las rodillas no pudieron con mi peso y tras meses enteros de poca actividad y con esta tan repentina, flaquearon sin poder resistirse un poco más, y caí de espalda al suelo, todavía aferrado al arma, como si fuera mi sustento de vida. Tan solo pude sacar el interior de mi cuerpo bañado en sangre seca, húmeda; propia y ajena, los papeles robados del interior de Santa Catalina, para alzarlos frente a mis ojos y contemplarlos. Resultó ser un montón de firmas, contratos, indicaciones y bosquejos del proyecto.

Y si el sol antes brillaba un poco, con los pasteles colores del atardecer, la oscuridad se situó encima de mí, cubriendo la luz en una mancha grisácea. Retiré la hoja de su posición, y me alarmé al ver tres siluetas humanas.

Respiré hondo cuando me percaté de que la del medio comenzaba a agacharse hasta mí, con la mano a unos centímetros de distancia. Cerré los ojos asustado, sin fuerzas ya para dar un giro y correr de ellos.

Entonces parió como si me hubiera concentrado en los detalles, y el silencio quebrantado por sonido del rugir de un motor de la aeronave a pocos metros de distancia.

La mano desconocida me corrió el cabello de la frente y limpió la sangre que corría por mi rostro con sus propios dedos. Una figura más baja y delgada se les sumó al acercarse cojeando; se cruzó de brazos y al momento, entre los otros dos lo sujetaron.

—¿Qué hacemos? —le dijo uno corpulento al recién llegado—. Tenemos poco tiempo antes de que aparezcan más de ellos, unos siete minutos como mucho.

La cárcel de los rebeldes #PGP2023Donde viven las historias. Descúbrelo ahora