37. Cerrando Frentes

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El pasado nos pertenece, se clava en las entrañas y jamás nos abandona.
***

Siempre tomaba su café matutino en el mismo local desde hacía treinta años: una cafetería estilo irlandés donde preparaban las mejores cervezas, el mejor café irlandés y tenían la mejor prensa deportiva de la ciudad. Siempre se sentaba en el mismo sitio, junto a la ventana, en un precioso banco corrido de madera de castaño desde donde podía observar toda la cafetería, la puerta, la inmensa barra de madera, la bonita camarera treinta años más joven que él, la pequeña gramola de discos diminutos que siempre sonaba a partir de las ocho de la tarde. Lo cierto es que no solo disfrutaba de aquellos deliciosos cafés mientras el tronar de algún partido de fútbol despertaba los improperios de los clientes; no, era la paz, ese aire cálido que se respira alejado del horror a frituras de la mayoría de los sitios de moda, el alboroto desagradable del resto, la algarabía de los habituales establecimientos domingueros de la periferia. Abrió el periódico y saboreó el primer sorbo de su café; oyó el delicado tintineo del cordón trenzado con la campanilla de la puerta y levantó la vista. Allí estaba él, un domingo soleado, a una hora demasiado prematura para todo, incluso para su corazón cansado y atormentado. Un hombre de unos treinta años, vestido con un fino pantalón de traje gris marengo y una camisa azul, el color del mar, el color de sus ojos, iguales a los suyos quizá. Se mantuvo expectante durante breves segundos, los suficientes para ver cómo se aproximaba a su mesa con paso firme, indiscutiblemente era él. Más de veinte años habían pasado pero lo identificaría en segundos entre una muchedumbre; lógico, si tomaran una foto de él años atrás, casi no abría diferencia entre los dos, pero  él había guardado rabiosamente esas fotos; algo le decía que algún día llegaría aquel momento pero no así, desprevenido. No de esa forma asaltando su espacio, la calle donde vivía, su soledad rabiosa que necesitaba a esas horas.
—Hola, padre —le espetó.

No fue capaz de decirle una palabra, miró a su alrededor y volvió a fijar su vista en aquel joven.

—Tranquilo, te importunaré lo indispensable. —Se sentó frente a él y le miró con los ojos levemente cerrados—. Cinco minutos, solo eso.

¿Era aquel el pequeño niño que permanecía horas en las escaleras de madera del sucio porche de la calle del Boulevard? Sin duda, su misma boca, sus manos grandes y sus mismas uñas. Todo eso lo comprobó en milésimas de segundos, mientras su hijo, aquel extraño, repiqueteaba con los dedos la encimera de madera sin proferir una sola palabra.

—Cometí un error y...
—No vengo a eso. Ni siquiera me importa qué pasó.
—¿Qué quieres, entonces?
—Me llamo Sting. —Tenía un gesto de tristeza—. Ni siquiera sabes mi nombre. —Se rió sin ganas—. Sting.

Metió la mano en el bolsillo del pantalón y sacó una cinta de video, la depositó sobre la mesa y la desplazó con los dedos lentamente.

—Mi mujer no sabe nada ni mi hija... No he sido capaz en todos estos años de...
—No importa, padre...
—Tú nunca has hecho nada; te agradezco que te hayas mantenido al margen de mi vida. —Su voz sonaba melodramática, como si le suplicara compasión o quizá no pudiera disimular su miedo—. Te lo agradezco.

Sting sonrió, al menos era su intención aunque solo le salió una mueca algo dantesca que empeoró los nervios del hombre.

—No me lo agradezcas hasta que veas esa cinta.
—¿Por qué dices eso?
—Llevo veinte años esperando este día —dijo con tristeza—. Mira la cinta, y cuenta a tu mujer la verdad... porque si no... Ella misma recibirá la misma copia dedicada.

Se frotó la frente nervioso y miró a su hijo.

—¿Qué es eso?
—Tu penitencia, padre... —Dicho esto, se levantó del banco y se colocó la camisa con delicadeza.
—¡Por el amor de Dios, qué...!
—No montes un espectáculo. —Una inmensa tristeza se hacía eco en sus palabras—. No ahora, padre... No vale de nada.
—¡Sting! —le gritó mientras se alejaba—. ¡Sting! —Nada.

"***

Volvió a casa con la pequeña cinta en el bolso de su chaqueta de algodón. No conocía el formato de aquel aparato; no era un hombre amigo de la tecnología y por la tarde se acercó a los grandes almacenes para comprar lo que allí llamaban adaptador, que no era más que una cinta aún más grande con un pequeño compartimiento donde se debía meter la pequeña cinta. Espero a que su mujer se durmiera, miró la pequeña chimenea que el mismo había construido y las fotos que se apoyaban sobre la piedra blanquecina.

Lucy... su pequeña princesa llevaba días sin hablar con ella. Ahí estaba ella, con un vestido de algodón veraniego, unos calcetines blancos y un inmenso helado de chocolate en la mano. Nunca fue capaz de impedir que le cayeran los chorretones de cacao en los vestidos, hasta en aquella foto aparecía embadurnada de helado intentando sujetar aquel cucurucho desesperadamente. Se sirvió una copa de vino, uno de sus sabrosos riojas, y metió la cinta adaptadora en el vídeo. Se apoyó en el sillón reclinable y cogió el mando. El estómago le dolía horriblemente; siempre había sufrido de esos intensos dolores cuando se ponía nervioso. Sesenta y cinco años son muchos años, al menos para un hombre que lleva toda la vida trabajando de sol a sol.

—¡Virgen María! —susurró.

Las imágenes se agolparon en su retina con brutalidad. Un inmenso salón, su hija entre los brazos de su hijo. ¿Qué era aquello? La besaba, la hacía suya, la tocaba y la amaba como si fuera el hombre de su vida mientras el otro, el más grande, sonreía sutilmente observándolo todo.

¡Santo cielo! Se llevó la mano al pecho, las taquicardias eran más intensas de lo normal. ¡No! No puedes hacer eso... ¡Es tu hermana y lo sabes! ¡Es mi hija, mi hija! ¡Mi pequeña! ¡Lo único que pude proteger de mi terrible pasado y mi pecado!

La copa de vino cayó sobre la alfombra y se apresuró nervioso a apagar la televisión. No, no podía ser cierto. ¿Hermanita? ¿Acaso entre todo el horror del cual había sido testigo él lo había dicho? Ella no podía saberlo, no sería lo mismo, ella no sería capaz de hacer aquello tan horrible si supiera la verdad. Quizá fue muy tarde. Sí, posiblemente se enteró cuando ya... La cabeza le daba vueltas y el corazón parecía salírsele del pecho. Se balanceó con torpeza y comenzó a llorar como un niño. Volcó todas las fotos de la encimera de la chimenea. Si su mujer veía aquello se moriría del disgusto.

V IWhere stories live. Discover now