Preludio: Klain y Tërmund.

21 6 9
                                    

Por los pasillos de aquella biblioteca iba éste hombre. De tez morena, con el cabello tan oscuro como esa noche. Sus ojos tenían un color ceniza, y una cicatriz atravesaba su rostro.

Su túnica negra se movía al son del viento, dejando ver un traje de cuero y una daga en su cintura. Tenía muchos bolsillos y cinturones. Ganchos, pequeños cuchillos, dardos, habían una cantidad considerable de artilugios para pensar que es alguien peligroso.

Con paso rápido, recorre el edificio, su rostro denota una profunda preocupación.

El edificio estaba vacío, solo habían algunos guardias que custodiaban algo, parecía ser muy importante.

Al dar vuelta en una de las esquinas, subió cuidadosamente por unas escaleras de madera. No se concentraba en su alrededor, ignorando pinturas maravillosas.

Estando ya arriba, se agachó para evitar ser visto con facilidad. Entre una valla de madera que cubría el balcón al que entró, pudo ver el objeto ser transportado por los guardias, posiblemente a un lugar más seguro.

De un bolsillo cerca de su pecho saca un pequeño pergamino envuelto con una pequeña cinta. Lo abrió y desplegó con ambas manos. En éste había un dibujo exacto del libro que yacía en aquel enorme cubo de cristal.

Había una nota bajo el dibujo: "Debe estar repleto de guardias, haz lo tuyo, Klain, todo estará bien.
S"

Su semblante cambió de forma repentina, pasó de preocupación a una seriedad intensa. Con su mano derecha aplastó el papel hasta volverlo una bola, la cual colocó en un bolsillo de su túnica.

Inhaló profundamente, y, al mismo tiempo que exhalaba, con una pierna sobre la valla se impulsó para saltar sobre los guardias. Habían cuatro en cada esquina del cubo, y tres más detrás de ellos.

Mientras caía, con rapidez sacó de sus bolsillos pequeños cuchillos, los cuales arrojó a la nuca de dos de los guardias que acompañaban al resto.

Para cuándo el tercero se percató, la daga que antes estaba en la cintura de aquel hombre, había cortado su cuello, haciendo que cayese al suelo.

Sus capacidades de movimiento eran excepcionales, había asesinado a tres hombres sin hacer ruido y a una velocidad sobrehumana.

Dieron unos veinte pasos hasta darse cuenta de que faltaban sus compañeros.

-¡¿Jay?! ¡¿Bayne?! ¡¿Terry?! ¡Basta de bromas, chicos. Tenemos que terminar de una vez para irnos! -gritó uno de los guardias.

Al no recibir respuesta, colocaron el enorme cubo en el suelo y desenvainaron sus espadas. El capitán, con su mano derecha les indicó que dos se quedarían resguardando el libro, y el, acompañado de otro volverían por sus compañeros.

Luego de que todos asintieran, éste joven capitán con su ayudante comenzaron a caminar en dirección del recorrido. Tras una curva en uno de los pasillos, vieron en el salón, colgados de un candelabro, a sus tres amigos. Bajo de ellos, había un charco de sangre, y aún goteaban más.

Ambos se alarmaron, aún así, solo el ayudante se acercó con rapidez. El capitán observaba, algo estaba mal.

«¡Maldición!» pensó.

Intentó gritarle, pero para cuando se dió cuenta era tarde. Con un hilo muy delgado de metal cortante que estaba pegado de ambas paredes, su compañero que corría quedó rebanado a la mitad.

Quedó atónito, no parecía haber nada en ese lugar. Sus pensamientos se nublaron, el miedo comenzó a invadirlo. Todo se aclaró con un grito proveniente de dónde estaba el resto de su pelotón. Concentró su miedo y tristeza, convirtiéndolo en una furia abrupta.

Cartas de CenizaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora