El comienzo del fin

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Empezaba a sentirme mejor. La herida había comenzado a cicatrizar, y ya podía andar por el palacio sin la ayuda de nadie. Las curas de Céline me habían ayudado mucho; me cambiaba los vendajes dos veces al día. 

No obstante, esos días parecía distante: hablaba poco, y en cuanto terminaba de curarme la herida, se marchaba de la habitación. No entendía el por qué: habíamos estado muy bien los días anteriores. 

Una tarde, me dispuse a salir a montar. Marie llegó acalorada. Me traía una capa de cuero. 

— Empieza a hacer frío. Debería llevarse el abrigo, señor Will — le agradecía el gesto. Puse la silla de montar sobre mi caballo y vi cómo Marie se alejaba. 

— Marie — la mujer acudió a mí con rapidez. Siempre había sido extremadamente servicial — ¿Sabe algo de la señorita Céline?

— Ha llegado hace un par de horas, señor. Se encuentra en la cocina. ¿Desea que la llame? 

— ¿Cómo está? — Marie me entendió de seguida. Algo no iba bien: frunció el ceño con preocupación. 

— La señorita Céline lleva una temporada mal, señor. Algo pasa en su familia... pero no se atreve a decirlo. A veces la oigo llorar en el baño. 

Pensé en todos los días que la había visto. Se marchaba rápido, no hablaba. Deseé que no estuviera mal por algo que le hubiera dicho yo. ¿Habría sido demasiado duro? 

— Por favor, dígale que venga. Tal vez... un paseo a caballo la anime. — Marie asintió. 

— Espero que usted pueda ayudarla, señor. Sé que se llevan muy bien. 

Y se marchó del establo. Yo me quedé allí, esperando a Céline. Por alguna razón, necesitaba ayudarla. Al fin y al cabo, ella lo había hecho por mí. 

Preparé a Éclair. Le puse la silla de Céline — me sorprendió lo bien cuidada que estaba—, lo cepillé y le preparé las riendas. Momentos después, vi a Céline entrar. 

Su rostro, normalmente agradable, era oscuro y parecía cansado. Llevaba el pelo recogido en un moño, y las facciones de su cara se marcaban más. Parecía haber perdido peso. 

— Me has llamado — comentó. Su voz sonaba distante. Estaba mal. 

— Me gustaría dar un paseo a caballo. ¿Querrías acompañarme?

Sonrió. Así era mucho más bella. 

— Sería un honor —acarició a Éclair, que la observaba con atención —. ¿Quieres montar tú a Éclair? 

— No sé si le caigo bien, pero podría intentarlo. Entonces, tú te quedas con Valérie — le ofrecí las riendas de mi yegua. Las cogió con seguridad con sus manos, finas y frías. Montamos los caballo y empezamos nuestro paseo. 

Se notaba que Éclair era aun un potro: caminaba con inseguridad, pero respondía a todas las órdenes que le daba. Céline me comentó que lo había domado su hermano, Théo. 

— Entonces hizo un buen trabajo — respondí. Nos habíamos adentrado ya en el bosque. El palacio se veía a lo lejos —. No es fácil domar a un potro. 

— ¿Por qué su yegua se llama Valérie? — después de todo, Céline seguía con su curiosidad. Respondí con gusto. 

— Mi madre se llamaba así. Cuando murió, me regalaron esta yegua, así que le puse el nombre en honor a ella. 

Céline sonrió. Estaba siendo educada, pero no me estaba escuchando como siempre hacía. Tenía la vista perdida. No sabía en qué estaba pensando, pero su rostro reflejaba dolor. No pude aguantar más. 

El mar entre nosotrosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora