Cuarenta años después (Diego Grispo)

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Debo reconocer que los 31 de octubre la cicatriz me escuece un poco y tiendo a tocarla pasándome el dedo a lo largo de su recorrido. Empieza a mitad de la frente, por encima del ojo izquierdo, atravesando la ceja y la mejilla hasta la parte superior del labio. No es profunda, solo es fea. No afectó a ningún músculo, no me impide ningún gesto y admito que, con un poco de maquillaje y saliendo por la noche, no todo el mundo se da cuenta que la tengo.

Podría agregar que, además, me da un aire moderno tener esa parte de la ceja sin pelo, como si lo hubiera hecho adrede.

Acaba de anochecer en mi ciudad. Una ciudad turística como cualquiera de la costa atlántica argentina.

Hoy está muy iluminado, invitando a los turistas a caminar por la noche, aunque siendo día laborable pocos se ven vestidos al estilo de esta noche típica.

Pero hace cuarenta años, en 1978, las farolas no estaban y los disfrazados ni siquiera existían. La moda por Halloween se importó mucho después.

Yo tenía unos dinámicos 21 años, los días laborables poco me importaban y, en honor a la verdad, tengo que señalar que nunca había oído hablar de Ehéle antes de que él me la mencionara.

Es más, forzando la sinceridad al máximo, también debo aceptar que me había comprometido a ayudarlo sin apenas comprender qué implicaba.

Miro hacia la playa. El espigón ya no existe y ha sido reemplazado por sendas de piedras dibujando una letra T que operan como eficientes rompeolas.

Y aunque la escollera de hormigón ya no está, mirando hacia su ubicación adivino la sangre y escucho los gritos.

Me acaricio otra vez la cicatriz.

Recuerdo todo como si fuera hoy.

Conocí a María en lo que llamábamos por aquellos años «una discoteca», un sábado 28 de octubre. Estaba sola, apoyada en la barra con una bebida en la mano y mirando distraídamente a la pista.

Yo también estaba solo, así que me acerqué y entablamos conversación. Aceptó mi charla de forma franca. No recuerdo cuál fue el tema que elegí para empezar, pero en poco tiempo habíamos pasado revista a un amplio espectro de la actualidad.

Congeniamos enseguida. Me contó que venía del interior de la provincia y que había llegado a la ciudad con la intención de hacer una diferencia de dinero, que se le estaba dificultando la cosa y que se quedó esperando a ver qué le deparaba el verano.

La acompañé hasta la pensión donde se hospedaba y nos comimos la boca a besos en la puerta. Argumentó que las compañeras de la habitación no verían con buenos ojos que me hiciera pasar. Intenté convencerla de ir hasta un hotel y pagar por un par de horas de intimidad, pero se excusó diciendo que estaba con el período. Me sorprendió.

Mientras entraba en la pensión, aún sin soltarme la mano, me dijo que nos veríamos el martes, el mismo 31. Lo prometió. Y sugirió que pasara a buscarla antes de cenar. Quedé encantado. Por supuesto, que nadie se sorprenda, en esos años no había números telefónicos que intercambiar ni nada por el estilo.

Nos soltamos las manos y corrió hacia el interior del edificio. Todo se había precipitado y me había quedado con ganas de más en todos los sentidos posibles.

Todavía estaba confundido y embobado por la situación y su belleza. Cuando me di la vuelta después de despedirme me lo encontré a un palmo de distancia. Casi respirándome en la cara. Medio serio, medio sonriente. Me asustó. Me sorprendió y di un paso atrás.

Me dijo que estaba allí para ayudarme. Dijo literalmente: «Para salvarte la vida»

—Acompáñame —me invitó con un acento que no pude reconocer.

Horror y sangreUnde poveștirile trăiesc. Descoperă acum