Maldito el día que decidí engañar a mi esposa (Cristhoffer Garcia)

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¡Maldito el día que decidí engañar a mi esposa!

La tramoya para hacerlo fue la típica frase:

—Amor, debo hacer un viaje de negocios a Colombia, regreso en un par de días. Te traeré un recuerdo, lo juro.

Omitiré la empalagosa despedida que improvisó mi familia el día de la partida, con excepción de las palabras de mi abuela:

—¡Ven acá, Joseito! —llamó extendiendo la mano para que se la sujetara—. No voy a detenerte, porque un hombre debe conocer el mundo y cometer errores por sus propios andares; así como una mujer debe encomendarles a los santos su protección.

Sujetó mi rostro con fuerza acercándolo a su larga nariz española; las cataratas en sus ojos fueron fantasmas neblinosos, clavándose como garfios en los confines de mi razón al tiempo que susurraba:

—¡Y si los santos fallan, no dudes en invocar a los demonios!

—¡Abuela...! Me lastima...

Con una destreza poco usual en ella cernió en mi cuello un pendiente de piedra.

—¡Esto es...! —dije sopesando el talismán en la palma de la mano. Era la cabeza del perro. Reconocí las fauces feroces y los ojos malvados que portaba mi padre al cuello el día que murió en ese terrible accidente. Debo admitir que a pesar de no verlo hace veinte años, continuaba provocando la misma inquietud pasmosa en mi corazón.

—Es el mismo —señaló ella leyendo mis pensamientos—. Es nuestro legado y nuestra maldición, traído desde la aborrecible Tarragona. Te protegerá cuando nada más lo haga y ruégale al cielo jamás necesitarlo. ¡Ahora ve! Conviértete en un cretino o regresa como un hombre honrado, eso dependerá de ti, ahora... ¡Fuera de mi vista!

Tales fueron las palabras de mi abuela que estuve a punto de cambiar de idea. Al fin y al cabo, tenía una buena esposa, tres niños, un trabajo estable y... la llama del amor se había apagado por completo. Hacía un año que Daniela y yo no compartíamos en la intimidad más que gases y eructos antes de dormir.

La pretensión de engañarla fue inducida lentamente por mi mejor amigo, Fermín, mujeriego y de carácter vivaracho, quien en varias ocasiones había realizado el viaje a un "prestigioso" club nocturno en Colombia. Tales eran las historias de perversión y lujuria que una insana curiosidad y el morbo se arraigó en mi espíritu. Deseaba saborear las mieles de esas atractivas y pérfidas mujeres que Fermín se pavoneaba de conocer. En ese momento lo vi como una cuestión de honor, de orgullo. Fui un soberano estúpido.

Emprendimos el viaje un viernes en la mañana, partiendo desde San Cristóbal en su vieja ranchera. Fermín, junto a dos amigos traficaba con piezas de cobre que recopilaba en Venezuela y luego los vendían en Colombia con elevadas ganancias. En principio yo era un mero acompañante, pero acarrear con cuatro cajas que pesaban dios y su ayuda era una tarea difícil, por ello colaboré en lo necesario hasta llegar a nuestro destino. De acuerdo a mi amigo, en la conocida ciudad fronteriza de San Antonio del Táchira, nos encontraríamos con un compañero de argucias quien se encargaba de introducir la mercancía al vecino país.

Horror y sangreWhere stories live. Discover now