Halloween sangriento (Ada Jiménez)

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En el centro del cielo una Luna roja refulgía como una reina en su trono, la extensa cola negra de estrellas palpitantes complementaba el atuendo.

Desde el balcón de una casa de arquitectura antigua, ojos ámbar la escudriñaban con embelesamiento y celo, deseaba estar en la misma jerarquía dominante que esa dama roja. Malditos fueran esos aldeanos que la mataron aquella vez y le quitaron la oportunidad. El olor a carne chamuscada de su propio cuerpo aún estaba presente. La piel consumida por las llamas, liberando sangre que se filtraba a través de la carne hirviendo, desangrando al cuerpo mientras este luchaba por repararse así mismo.

Muerte.

Fue lo que sobrevino. Mas por algún extraño embrujo volvió a la vida, por llamarlo de alguna manera. Se había convertido en un ser de la noche, hambriento de sangre. Sus primeras víctimas fueron esos infelices habitantes, cuyos cuerpos terminaron amontonados en una pila humana, de la cual ascendió un humo inusual que debieron notarlo en las campiñas vecinas.

Muertos, caviló sonriendo pérfida.

Ahora vivía en una nueva región: la llanura colombiana. Con su pareja. La única persona inmune a sus encantos...

—Verina, cielo, ¿regodeándote con la masacre que hiciste?

—Jericho, cariño, ¿de nuevo leyendo mis pensamientos? —correspondió sarcástica.

—Tus pensamientos se escuchan por toda la casa. Te sugiero no pensar con tanta intensidad —soltó malicioso—. Vengo a decirte que los invitados a la fiesta de Halloween han llegado. Tontos, no saben lo que les espera. Una vez entraron todos volví a poner las guardas...

El viento gimió en los aleros, revelando a un personaje oculto tras unos matorrales.

—Ahí está de nuevo, ese monstruo y su repugnante mascota. Criaturas básicas que moran estas tierras. —El rostro de Jericho se arrugó de asco.

—Como si en nuestra tierra no los hubiera —contestó ella.

Ambos fijaron la vista en el ente que los observaba, sin ya ocultar su presencia. La criatura de altura desmedida se plantó frente a ellos, con la vista fija en el ventanal. Una mano caía a un costado del esquelético cuerpo, la otra arrastraba un saco, cuyo contenido se evidenciaba huesos humanos. Junto a él un perro del infierno le mordía los talones sin piedad.

El engendro lanzó un silbido y dio la vuelta, enviándoles un mensaje implícito.

—¡Condenado monstruo! —maldijo Jericho—. No deja de vigilarnos. Al menos las guardas no le permiten entrar.

—Y a nosotros no nos dejan salir. ¿No es peligroso eso? Y si alguien intenta atacarnos en nuestro hogar?

—¿Lo dices por esos mortales insignificantes que están en el salón? —arrugó el ceño con desdén—. Ellos no pueden lastimarnos de ninguna forma. Lo que me intriga es eso —señaló al lugar donde hubo estado la criatura—. El Silbón...

—Vamos, Jericho, ¿no me digas que le temes? —Verina enarcó la ceja. En los ojos un brillo misterioso palpitó—. Esa cosa no puede hacernos nada, tú me lo dijiste.—Le acarició la cabellera azabache que enmarcaba unos glaciales rasgos masculinos.

—No te confundas ..—dijo él, apartándose del contacto femenino—. Yo no le temo. Me repugna, nada más. ¿Estás lista? —cambió de tema—. Espero que esta vez seas paciente.

—¿Cuánto tiempo habré de esperar antes de cenarme a nuestros vecinos? —esbozó una sonrisa maquiavélica—. ¿Ni siquiera un aperitivo?

—No eres la única que quiere adelantar el festín. No sabes las ganas que tengo de matar a esa estúpida vecina que no deja de traernos postres de calabaza, y hoy no fue la excepción. Condenadas calabazas, las odiaba en vida y las sigo odiando de muerto —siseó rabioso—. Pero debemos esperar hasta las doce de la noche, cuando la Luna roja es más poderosa. Ven.—Tomó a Verina de la mano, llevándola al lugar del evento.

Horror y sangreWhere stories live. Discover now