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Capítulo 8

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Cuando mi tía nos dio la tarea de traer nueva música no estaba bromeando, para desgracia de ambos

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Cuando mi tía nos dio la tarea de traer nueva música no estaba bromeando, para desgracia de ambos. Por ello llevábamos más de diez minutos en los desgastados asientos de cuero del vehículo, tratando de visualizar algo de éxito en nuestra próxima tarea.

El mercado estaba poblado de lonas de colores que cubrían la mercancía del ardiente sol. De punta a punta se arrinconaban personas en aquel festival de objetos. Eché un vistazo por la ventanilla y contemplé que a pesar de ser temprano ya había un buen grupo de clientes. Se notaban felices, sentí un poco de envidia al comparar mi posición.

—Tenemos que ser inteligentes —sentenció mi tío con una aire de seriedad que no le conocía—. El futuro de mi negocio se balancea en las decisiones que tomemos esta tarde.

Lo miré confundido porque no sabía si estaba hablando en serio o era el drama que sumaba a todo. Esperaba fuera lo segundo porque de lo contrario estábamos fritos. Literalmente estábamos fritos, el calor nos estaba cociendo vivos dentro de la pequeña camioneta de su propiedad. Un viejo transporte que apenas usaba porque perdía más el tiempo dándole marcha que caminando, pero que era imprescindible cuando se ponía en su faceta de empresario.

—Y para acabarla me mandaron con mi soldado más débil —se lamentó cuando se percató de mi mirada sobre él.

—Es que soy el único.

—Eso creí.

Al fin se decidió a salir del horno para adentrarse a la sala de juntas, es decir, pasearse entre los locales que se peleaban por ganar la atención de los transeúntes. Agradecí al cielo cuando la corriente de aire refrescó mi rostro.

Al costado de la iglesia se hallaba una lona desgastada oscura que cubría una mesa donde se exponían decenas de casetes, de éste o anteriores años de lanzamientos. Detrás del escaparate atendía un hombre, casi la edad de mi tío Amelio, con cabello medio canoso y cejas pronunciadas, su cara no tenía precisamente rasgos amigables, pero su tono de voz al recibirlos lo recompensaba.

—¡Amelio! Años sin verte —lo saludó como si fueran viejos amigos. Mi tío le tendió la mano y la estrecharon haciendo un saludo que robó mi atención—. Tengo otro disco de éxitos del Flaco de Oro. Me llegó la semana pasada apenas.

—Gracias, José, pero hoy no puedo distraerme. He venido porque necesito tu ayuda —susurró como si estuviera a cargo de alguna misión secreta. El otro debió pensar lo mismo porque su rostro reflejó la intriga del ambiente.

—Vamos, dímelo ya, sabes que para eso estamos —soltó presuroso para que soltara la sopa y darle fin al misterio.

Mi tío Amelio le contó, a grandes rasgos, el lío en el que estaba metido por la competencia y sobre el importante encargo que su esposa había puesto en sus manos porque confiaba en su capacidad para darle vida de nuevo a Bahía Azul. Yo no recordaba que fueran exactamente las palabras de mi tía, pero asentí para no desacreditar su versión.

La chica de la bicicletaWhere stories live. Discover now