Capítulo 13

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—CRISTO, ÓYEME... CRISTO, ampárame... Señor, sostenme, dame tu fuerza en la agonía, dame tu luz en las tinieblas ... ÓYEME..

De rodillas, frente a la imagen del Crucificado que preside la alcoba en la que corrieron los años puros de su infancia, Mónica reza... Reza con las manos juntas, enclavijadas, con los abiertos ojos fijos en Aquél de quien todo lo espera, con los pálidos labios trémulos, con el apasionado corazón golpeándole sordamente el pecho...

—¿Por qué llevarme hasta el último extremo Señor? ¿Por qué ponerme de nuevo frente a él? ¿Por qué arrastrarme, a la tentación? ¿Por qué hacer que despierten los recuerdos mal dor­midos apenas? ¿Por qué, Señor? ¿Por qué es tan dura la prueba?

Todo es silencio en la casona, menos su voz que es como un leve sollozo. Todo es quietud, menos el alma torturada que se retuerce queriendo escapar de su tormento, para aceptarlo al fin:

—Cristo... En tu noche de agonía, tú rechazaste el cáliz también. En tu Huerto de los Olivos, derramaste sudor de sangre, lloraste amargamente, y le pediste al Padre que tuviera pie­dad de tu flaqueza. Hoy soy yo quien te pide piedad... piedad o fuerzas para triunfar de mí misma, para ahogar los latidos de mi corazón, para domar mi carne rebelde... ¿No hay piedad, Señor? ¿Ha de ser? ¡Respóndeme en mi corazón! ¡Respóndeme! —Un sollozo atenaza su garganta, impidiéndole seguir el rezo. Pero pronto una sensación de conformidad la invade, y excla­ma—: Hágase tu voluntad. Señor... pero no me abandones en la prueba.

—¡Juan! ¡Mi Juan! ¿Qué hacías aquí?

—Sí; allí está Juan. Es él, y son sus brazos los que la estre­chan y es su boca, de labios ávidos y sensuales, la que besa la suya con ansias de sediento. Lo ha encontrado en lo alto de los acantilados, muy cerca ya de los últimos árboles de su jardín...

—Iba a buscarte. Te previne que lo haría. Jamás amenazo en vano, Aimée, y es bueno que lo sepas. No vas a burlarte de mi. No me interesabas, no quería caer en tus redes... Se bien lo que puede esperarse de las mujeres de tu clase...

—¡Oh, Juan,, mi lobo enamorado!

—¿Enamorado yo?

—¿Cómo se llama, pues, lo que sientes? No te interesaba, pero me buscas a todas horas. No querías acercarte a mí, y ahora te mueres si me retraso en una cita. Si eso no es amor, ¿cómo se llama? 

—No lo sé, ni me importa, ¿sabes? —contesta Juan con ru­deza—. Pero óyeme hasta el final. No quería sentir por ti, pero te propusiste hacerlo y lo lograste. Ahora, entiende que no me manejarás a tu antojo por ello. Cuando venga, tendrás que aguardarme, tendrás que recibirme, tendrás que acudir cuando te llame, te buscaré donde quiera que estés. Eso es lo que iba a hacer ahora.

—¿Sin importarte el perjuicio que con ello me causes?

—Cuídate tú de que no tenga que hacerlo. Yo no te fui a buscar a tu casa... Tú bajaste a mi mar, a mi cueva. Te-di­virtió el salvaje, tuviste la curiosidad de saber cómo era el amor de Juan del Diablo. Pues bien, ya lo sabes. No es algo que pue­das coger o rechazar como te plazca. No seré tu juguete, no seré el muñeco de ninguna mujer. Las mujeres se hicieron para los hombres...

—Yo invierto los términos: opino que los hombres se hicieron para las mujeres —contesta Aimée, sutilmente burlona, y conteniendo .a duras penas su irrefrenable pasión.

—Los hombres como yo mandan siempre, y la mujer que está a su lado, aun cuando fuese una reina, no es más que su mujer. ¿Entiendes?

—Entiendo que eres un tirano, un déspota, un bárbaro, un pirata y, además, un ingrato. Pero me gustas más que nadie. ¡Te quiero!

Corazón Salvaje (libro 1) [Completa, Editando]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora