Capítulo 20

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—¡QUE LINDA ESTAS, hija... ¡pero qué linda! Mírate un momento en el espejo...

Las blancas manos de Sofía acaban de prender la corona y el velo sobre los brillantes cabellos de azabache de Aimée de Molnar, mientras Catalina sonríe emocionada y las tres don­cellas arreglan cuidadosamente los pliegues sobre la larguísima cola del traje de desposada.

—Ya puede sentirse feliz mi Renato... y orgullo el padrino que va a llevarte del brazo al altar.

—Aquí está tu rosario y tu pañuelo. Que Dios te bendiga, hija mía. ¡Qué linda estás... qué linda eres! —se entusiasma Catalina de Molnar.

El último alfiler de la cuidadosa toilette ha sido prendido, y las mujeres, que llenan la amplia alcoba, rodean a la novia entre comentarios y cuchicheos. No hay duda que Aimée está más, linda que nunca en estos momentos. Por rareza están pá­lidas sus mejillas siempre sonrosadas, y en el rostro color de ámbar brillan, más ardientes y profundos, los grandes ojos ne­gros. Tiembla la boca roja, trémula como un botón de rosa encarnada, y hay, a pesar suyo, un fulgor de profunda satisfac­ción en las pupilas cuando al mirarse en la luna de Venecia, que le devuelve su imagen, se halla a sí misma codiciable y bella. Saliendo de su momentánea abstracción, pregunta:

—¿Ya es la hora?

—Hace rato... pero déjalos que esperen —aconseja Sofía—. Hoy, aquí, la única persona verdaderamente importante eres tú, Aimée.

Esta ha sonreído, escuchando el murmullo elegante que lle­ga hasta ella. Jamás la casa D'Autremont, ni en sus mejores tiempos, pareció más brillante que aquella noche. Como un ascua relucen sus mármoles, sus bronces, sus espejos, sus ador­nos de Sévres, sus vajillas de plata... Las flores desbordan en todos los floreros y forman un camino perfumado desde la escalinata de piedra hasta la pequeña iglesia blanca, a cuyos flancos se agrupan los trabajadores de Campo Real y de las fincas vecinas, los cocheros y lacayos de los caballeros que llegaron de Saint-Pierre, los campesinos de muchas leguas a la redon­da... Dos filas de criados, sosteniendo en alto antorchas, iluminan el trecho, que una noche nublada hace profundamente oscuro. De pronto, Aimée se vuelve a la señora Molnar e indaga:

—¿Dónde está Mónica? 

—¿Mónica...? —balbucea Catalina—. Pues... pues no sé. Supongo que...

—Aquí la tienes —señala Sofía.

En efecto, Mónica se acerca, y es la única que no ha cam­biado de aspecto: con su eterno traje negro de mangas largas y alto cuello, con sus rubios cabellos peinados con la misma sencillez de siempre, con el pálido y exquisito rostro sin afeites donde el cansancio dejó su huella, con sus grandes ojos a la vez puros y profundos, altivos y sinceros. Y dirigiéndose a Sofía, expilca:

—El padrino está en la puerta esperando a Aimée. Y Re­nato le ruega a usted que ponga en sus manos esto.

—Ponlo tú misma, hija mía, no faltaba más. — Sofía ha sonreído afectuosamente, observando, tal vez con el deseo de adivinar sus pensamientos, aquel bello rostro enig­mático. Pero Mónica, sin vacilar, pone el blanco y perfumado ramo de novia en la mano de Aimée, al tiempo que indica:

—El último detalle, hermana. Ya no te queda sino ir hasta el altar.

—¿No me deseas buena suerte? —pregunta Aimée con un rumor de sorna en la voz. 

—Con toda el alma, hermana —afirma Mónica con la ma­yor sinceridad.

Lentamente se acerca al altar la bellísima novia, apoyada la mano en el brazo del viejo Gobernador, que parece impo­nente bajo la bordada casaca de su uniforme de gran gala. La flor y nata de Saint-Pierre, de la isla entera, está en estos mo­mentos bajo el techo de la iglesia de Campo Real, que brilla como una llamarada de oro bajo la luz de millares de velas. Junto a Renato, lánguida, y pálida bajo el severo traje negro, Sofía D'Autremont vive el minuto de emoción intensa que le da aquella boda, mientras los ojos de Renato, fijos en Aimée, la miran como si con ella se acercase toda la dicha del mundo.

Corazón Salvaje (libro 1) [Completa, Editando]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora