7. Buscando pistas (Parte 3)

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Esa misma tarde...

Un hombre de unos 30 años, alto, de complexión delgada y cuerpo atlético acaba de llegar con su porte despreocupado a las puertas de hierro forjado de la suntuosa mansión Agreste.

Tenía el cabello rapado casi al mínimo excepto en la zona de la coronilla (ahí su pelo era un poco más largo y lo tenía recogido en una pequeña coleta en la parte posterior de la cabeza) sus ojos claros resaltaban gracias a la leve sombra oscura depositada sobre sus cuencas oculares, llevaba un piercing de aro plateado en el lóbulo derecho de su oreja, barba de varios días, la piel pálida y una sonrisa confiada llena de arrogancia.

Su forma de vestir iba totalmente acorde con su actitud. Una ropa casual compuesta por unos simples vaqueros ennegrecidos, playera de tonos grisáceos y una chaqueta de cuero negra con las solapas del cuello levantadas adoptando un aspecto rebelde típico en un joven estadounidense de los años 50.

Tomó un cigarrillo, se lo puso en la boca y le prendió fuego dándole un par de caladas antes de tocar al timbre del telefonillo que se ubicaba justo al lado del portón. Se escuchó el característico ruido estático del aparato indicando que la asistenta de la familia ya estaba al otro lado de la línea.

–Diot –anunció relajado expulsando el humo de sus pulmones a través de su boca, sin dar opción a que la mujer pudiera decir ni una sola palabra.

Las puertas se abrieron inmediatamente y el joven se adentró en el interior de la mansión con su habitual paso confiado.

Adoraba su trabajo. Aunque en su tarjeta de visita pusiera "detective privado" a él le gustaba considerarse como un pirata del caribe en plena época de conquista de las Américas, un gánster del antiguo oeste o un cazarrecompensas de la era moderna. Pues eso es a lo que se dedicaba en realidad: buscar fugitivos, espiar rivales, robar bienes ajenos, adquirir información de maneras poco éticas, averiguar los trapos sucios de las personas de cierto nivel... cosas que no eran muy bien vistas por el resto de la sociedad; pero que, para él, era uno de los mayores placeres de la vida y lo demostraba cada vez que llevaba a cabo su trabajo de la forma más pulcra y perfecta posible.

Era tan bueno en su labor y su habilidad en el arte del engaño era tan innata que su popularidad corrió como la espuma entre las más altas esferas de la crême francesa y pronto su agenda se llenó de importantes clientes. Personas que de cara al público aparentaban una reputación intachable y un civismo digno de un gran rey; pero que de puertas para dentro eran lo peor de los bajos fondos. Uno de ellos, el mismísimo Gabriel Agreste.

¡Y menudo cliente! Llevaba algún tiempo haciéndole pequeños trabajitos para arruinarles la vida a sus rivales y enemigos más acérrimos, pero lo mejor llegó hacia un par de años. Cuando el famoso diseñador le pidió ser la sombra de su hijo, el modelo Adrien Agreste.

El padre sospechaba que el chico se traía algo turbio entre manos; pues se había percatado que, a veces, desaparecía de improviso sin ninguna explicación aparente y cuando volvía a aparecer no parecía tener una coartada lógica. De modo que quería tenerlo vigilado un tiempo para averiguar el auténtico motivo de esas ausencias.

Gracias a ese trabajo había descubierto uno de los secretos mejor guardados del joven millonario... y no era precisamente su infidelidad con cierta rubia de conocido renombre. No, fue uno mucho más suculento. Uno por el cual su padre se había visto forzado a pagar grandes sumas de dinero para que él siguiera manteniendo la boca cerrada. Una buena prueba de ello era su fantástico Ferrari rojo último modelo recién comprado que esperaba en la calle a las puertas de esa mansión.

Ni contigo, ni sin ti [Adriloé]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora